¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?

¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?
Colombia herida

sábado, 22 de junio de 2019

Perdón niño, lo siento mucho, me duele mucho, pero eso no sirve de nada.


En primer lugar, perdón por no saber tu nombre. Es mi culpa no saber tu nombre. Ahora eres uno más de los niños anónimos que quedan en la orfandad por cuenta de la violencia de ese país maldito en el que te tocó nacer. No sé tu nombre, pero ayer te vi impotente y adolorido, mientras pateabas el suelo, golpeabas las paredes y gritabas desde lo más profundo de las entrañas mientras el cuerpo de tu mamá, Maria del Pilar, estaba yerto en el suelo con dos disparos en la cabeza después de que un sicario le arrancara la vida a ella y te desgarrara el alma a ti.

Perdón por no comprender cuánto dolor se puede sentir al ver cómo el ser más amado del mundo es arrebatado frente a tus ojos sin poder hacer nada. Mientras ella agonizaba en tus brazos a ti se te iba la inocencia para siempre. Has tenido que padecer la peor cara de la crueldad humana que sin compasión rompe los afectos de un solo golpe ¡Pum! ¡Pum! y a cobrar. No importa cuánto sufrimiento se vaya regando en el camino. Qué tendrá en la conciencia la persona que ve a una madre despedirse de su hijo de nueve años y allí, sin más trámite, le dispara ante la mirada atónita del crío, que no sospechaba ni siquiera que ese sería el último abrazo que tendría de su mamá. Cómo se puede ir tan tranquilo y subirse en la moto del encomendero de la muerte y largarse así, sin más, cuando en solo unos segundos segó una vida y destrozó otra. Qué veneno ha de correr por esas venas.

Perdón niño por no poder explicarte nada de lo que estoy escribiendo. No tengo palabras para explicártelo y si las tuviera ni tú ni yo podríamos comprenderlo. Naciste en un país enceguecido por el odio, el poder y la sed de venganza. Quizás lo sabías, pero ahora, a pesar de tu corta edad, estás seguro. Y de la peor manera.

Naciste en un país que se ensaña con los más pobres que mueren por millares ante la mirada indiferente del establecimiento solo por eso, porque son pobres. Si el ejército necesita mostrar resultados, no pasa nada, allí están los muchachos pobres para ser asesinados y así inflar las cuentas de los gendarmes de la guerra para posar con la "v" de la victoria al lado de bolsas ensangrentadas, como si eso fuera el símbolo de un triunfo. ¿Cuál triunfo? Son muertos, hijos de gente pobre. Ese solo es el triunfo de la barbarie, de una sociedad enferma y desquiciada que desprecia la vida.

Naciste en un país que se ensaña con los pobres mil veces desplazados de un lugar a otro, arrancados a la fuerza de pedazos ínfimos de tierra porque el latifundista siempre quiere más hectáreas y hectáreas de potreros para un par de vacas allí pastando hasta el cansancio, en donde cabrían familias enteras para procurarse apenas la subsistencia. Quien se atreva a permanecer en esa tierra para reclamarla como suya porque la ha regado con su sudor, la ha labrado con sus uñas y la ha hecho germinar con sufrimiento, será masacrado en nombre de los propietarios, de "la gente de bien", el eufemismo con el que se autodenominan los dueños de todo en Colombia. Y estará bien, porque no ha muerto un campesino procurándose la vida, sino un vulgar usurpador. Un usurpador que había sido en vida mil veces despojado, desplazado y humillado. Esa tierra volverá a alguna vaca echada, rumiando pasto ensangrentado, en nombre de la seguridad democrática.

Naciste en un país que discrimina, segrega y oprime, que evita cualquier intento de los pobres por organizarse y que tiene élites poderosas, públicas por la mañana, clandestinas en la noche, moviendo sus hilos macabros para que cualquier intento de la comunidad por reclamar sus derechos sea reprimido por el plomo, para que cualquier voz que se alce para pedir lo justo sea silenciada. En ese país que te quitó a tu madre, los políticos crean las necesidades que ellos mismos prometen resolver, una y otra vez en cada elección, jugando con las ilusiones de la gente pobre y aprovechándose de su ignorancia. Esas élites que destrozan el tejido social de comunidades pobres, dividiéndolas y haciéndolas odiar, como odian ellos a los pobres, con la diferencia de que ellos, los ricos, casi nunca ponen los muertos y cuando los matan, por alguna extraña circunstancia, esos muertos sí valen, sí se lloran, sí son importantes. Esos muertos sí indignan, porque eran de "la gente de bien".

Perdón niño por no haber podido cambiar nada de tu país en lo que llevo de vida. Lo siento mucho, me duele mucho, pero eso no sirve de nada. Mi voz ha sido tímida y mis letras cortas. Perdón niño por no haber hecho lo suficiente para evitar la muerte de tu madre ayer, cuando salía de tu abrazo a sus labores diarias. Perdón niño porque otra vez dejamos ganar a los mismos, a los de siempre, a los que acaparan la tierra, la riqueza y el poder. Perdón niño porque tu país en realidad es de ellos y lo van a seguir demostrando a sangre y fuego.







viernes, 30 de noviembre de 2018

No normalicemos recibir plata en Colombia


Esta es mi respuesta al Editoral de hoy en El Espectador que lo pueden leer acá:

https://www.elespectador.com/opinion/editorial/no-normalicemos-lo-que-ocurre-en-ese-video-articulo-826407

Antieditorial al Editorial de El Espectador: No normalicemos lo que ocurre en ese video.

El Editorial de El Espectador de hoy nos invita a mirar con desconfianza y sospecha el acto de que un político reciba plata en fajos de billetes. Ese mero acto, de acuerdo con el editorial, por sí solo debería generar “inquietud”, citando las palabras de Ángela María Robledo.

Parece que en un país como Colombia en donde para el DANE una familia deja de ser pobre si recibe más de $250.620 pesos mensuales, que serían si mucho cuatro o cinco billetes de esos fajos, el hecho de ver plata a borbotones en manos de un político es de por sí algo extraño y digno de ser investigado. ¿No se debería investigar mejor cuáles son los criterios del DANE para suponer que una familia podría si quiera sobrevivir con una miseria de 250 mil pesos mensuales?

Parece además que en Colombia le cogimos pánico a la plata en efectivo. Y no es un pánico infundado. Desde la década de los 70´s los narcotraficantes nos mostraron que eso de andar con fajos de billetes es de mafiosos. Parece que se nos olvidó que en las plazas de mercado los abuelos iban con el dinero en la mano y lo que no les cabía en la mano lo echaban en pequeños maletines así, en fajos. Y no eran mafiosos.

En Colombia nos volvimos tan mentalmente pobres que ver fajos de billetes es síntoma de que algo raro está pasando. Si esos billetes se ven en manos de un político, es un signo inequívoco de corrupción. Y si ese político es de izquierda es porque la izquierda “no está en ningún pedestal moral”, como dijo la senadora Paloma Valencia al mostrar el video de Gustavo Petro recibiendo esos fajos y metiéndolos a una bolsa como cualquier mafioso. Porque en los mafiosos eso sí está bien visto. En los políticos de izquierda es un verdadero asco.

Lo único que quiso decir Paloma Valencia es que la izquierda está tan podrida como la derecha. Vaya consuelo y que confesión tan descarada. Aún más en un debate en el que se estaba estableciendo qué tan corrupto es el Fiscal General de la Nación en donde el Centro Democrático asumió su defensa que más pareció un encubrimiento a partir de un escándalo que nada tenía que ver en ese contexto.


Lo que más deprime de todo este cuadro es este editorial. Ahora El Espectador se sube en su propio pedestal moral para decirnos que no podemos normalizar el hecho de recibir dinero. Mientras tanto, normalizamos todos los días el asesinato de líderes sociales, la corrupción del establecimiento, la desigualdad social, la discriminación sexual, los feminicidios y muchas cosas más. ¿En serio les preocupa que se “normalice” que un político reciba plata para una campaña política? Señores de El Espectador: eso es lo normal. Si hay algo ilegal en esa conducta, no duden en proceder con espada de hierro. Mientras tanto, dejen de ser idiotas útiles de quiénes quieren desviar la atención de un asunto esencial: El Fiscal.


domingo, 27 de mayo de 2018

El resentido social


Con corte a 2016, Colombia tenía 13,3 millones de pobres. La línea de pobreza se fijó para el 2017 en 250.620 pesos. Es decir, que para el gobierno colombiano un hogar pobre de cuatro personas sobrevive a duras penas con 8.354 pesos diarios. La línea de pobreza extrema se fijó para el mismo año en 116.330 pesos mensuales. Es decir, que en esa línea un hogar de cuatro personas va muriendo lentamente con 3.878 pesos diarios. La deducción es simple, la línea de la pobreza en Colombia está muy por debajo de lo que un pobre puede soportar. En Colombia hay muchos más pobres, incluso, quienes ganan el salario mínimo que deben sobrevivir con 26.040 pesos diarios que para un hogar de cuatro personas resulta a todas luces insuficiente. En otras palabras, Colombia es un país de muchos, muchísimos pobres y muy pocos ricos.

Una de esas personas pobres que conozco se llama Doris. Ella me ayudaba con el aseo de mi apartamento un día a la semana. Vivía en el sur, muy al sur y yo vivía cerca de la autopista norte con 127. Doris se levantaba todos los días a las cuatro de la madrugada porque debía llegar ese día a mi casa a las 7:30 a.m. y cada día de la semana iba a una casa distinta. Además, debía dejar las cosas listas para que sus hijos fueran al colegio o a sus trabajos. Doris tiene seis hijos. Su esposo no la ayuda para nada. Se fue de la casa hace un tiempo. Era un marido maltratador con ella y con sus hijos. Su hijo mayor tiene 22 años y el menor cinco. Tiene además una niña que ya debe estar por los doce años y otra mujer que llega a los 20. El hombre que abandonó a Doris y a sus hijos dice que no responde por ellos porque no son sus hijos. Después de casi 25 años de convivencia este sujeto le dijo a Doris que esos seis retoños no eran suyos. Ella sabe que tienen su apellido paterno y que lo puede demandar, pero ella está muy ocupada todos los días tratando de sostener a su familia y solo cuenta con el apoyo de su hijo mayor que se dedica a la construcción, que además ya tiene su propia familia. Doris no tiene tiempo para demandas ni para trámites judiciales. Además, no cree en la justicia. Doris no se ha querido separar formalmente de su esposo maltratador porque firmó con él la solicitud de una vivienda de interés social y teme que, si lo deja, él le quite la vivienda que en algún momento les podría dar el gobierno. Además, él la chantajea con eso.

Doris vivía hasta hace unos años en una finca en Caquetá con su familia. Tenían algunas vacas, algunas gallinas y cultivos de pancoger. Era una finca pequeña. En un combate entre la guerrilla y los paramilitares la casita de Doris y su familia quedó en medio de los disparos. Doris se metió con sus hijos más pequeños en una habitación para protegerse de la balacera. A sus hijos los metió debajo de la cama y ella se quedó detrás de una frágil pared de madera. Una bala destrozó su cadera. Aún convaleciente y sin poder moverse, un vecino les dijo que se tenían que ir de allí. Nunca le dijo quién había dado la orden. Solo les dijo que se tenían que ir. Doris tenía algunos familiares en Bogotá y terminó en esa capital hostil engrosando los cordones de miseria de la ciudad con la convicción de que iba a salir adelante.

Como si fuera poco todo el drama de su vida, haber sido expulsada de su tierra y sufrir el abandono de su esposo dejándola sola a cargo de seis hijos, Doris perdió su única ilusión. Hace dos años, a su nieto de dos meses, el primogénito de su hijo mayor, le diagnosticaron mal una meningitis. Les dijeron que el bebé estaba constipado pero que se pondría bien. Cuando regresaron al Hospital, ya no había salvación para la criatura. El muchacho estaba afiliado a la EPS que trabajaba con el régimen subsidiado en Bogotá y la atención que les dieron fue fatal. El bebé murió.

Doris no solamente era pobre porque la plata no le alcanzaba para cubrir los gastos de una familia tan grande. También era desplazada por la violencia, abandonada por su marido y desprotegida por el Estado. Su bienestar y el de su familia dependía de ella íntegramente y la ciudad tampoco le ayudaba mucho. El transporte le era hostil y cada semana me llegaba con una historia diferente sobre las dificultades que tenía desde que salía de su casa hasta que llegaba a la mía, la seguridad era precaria en sus recorridos, pero ella me decía que sabía cuidarse.

Cuando Doris hablaba conmigo, no lo hacía con resentimiento, no transmitía amargura, no se quejaba como si las cosas no tuvieran solución, no se quedaba en un rincón lamentándose, simplemente suspiraba y seguía trabajando. El resentimiento que de alguna manera debería tener Doris, me lo impregnó a mí. Y se me ha ido impregnando a través de miradas, sentimientos e historias de la gente mientras trabajé con comunidades vulnerables en el Chocó y en el Cauca cuando trabajé en Acción Social de la Presidencia y también conocí la violencia que se padece en muchos rincones del país mientras trabajé en el Programa de Protección de la Fiscalía.

Colombia es un país terriblemente desigual, no solo por lo que dicen las cifras que son elocuentes, así las quieran maquillar y así el gobierno invente que solo se es pobre si se tiene que sobrevivir con menos de 8.354 pesos diarios. En Colombia no baja la pobreza, simplemente manipulan la fórmula para hacer creer que hay menos pobres.

La concentración de la riqueza en Colombia es absurda. El 20% de los ingresos totales del país están en el 1% de las manos más ricas y ambiciosas, el índice Gini en el campo no baja del 0.87 y se pierden 50 billones de pesos al año en corrupción. En contraste, la calidad de vida en muchas regiones del país es menos que deplorable. Los niños se mueren de desnutrición en la Guajira y en el Chocó las necesidades básicas insatisfechas de muchas comunidades son inhumanas.

La historia de Doris es una en millones en un país terriblemente marcado por la injusticia y la impunidad, en donde la violencia se convirtió también en una gran empresa ante la falta de oportunidades de la gente.

No sé cómo algunos pueden suponer que una sociedad así no genera resentimiento. No entiendo cómo ven el resentimiento como una actitud hostil, deplorable y polarizadora y no se detienen un poco a analizar las causas objetivas de ese resentimiento que no surge por generación espontánea ni por el capricho de las personas que percibimos esa realidad con asco.

Para muchos, los pobres en Colombia no son la preocupación de un flagelo que deba superarse como sociedad. Los pobres son una molestia para “la gente divinamente” que cree que la mejor manera de acabar con la pobreza es eliminando a los pobres y perciben con sorna que la masacre de 10 mil muchachos pobres en total estado de indefensión son un daño menor comparado con los grandes beneficios que les representa haber podido volver a sus fincas en Anapoima. Además, piensan que muchos de esos 10 mil muchachos eran unos hamponcitos, así no fueran guerrilleros. Buenos muertos, dicen algunos. La falta de empatía de muchas personas que conozco con la pobreza, con el sufrimiento, con la violencia, con los males que tienen que sobrevivir millones de personas en Colombia roza con lo patético y lo humillante. Muchos viven en sus burbujas de bienestar que se ve alterada en algún momento por el raponazo de un celular y quieren que maten 10 mil pobres más, para que esa es la plaga que les está robando sus celulares desaparezca de una vez por todas.

Entonces, cualquier idea, cualquier intento, cualquier iniciativa para intentar superar la pobreza en sus raíces estructurales, culturales e históricas es percibida como “comunismo”, “castrochavismo”, “izquierda mamerta y sucia” y, como no, "resentimiento social" que pretende acabar con la propiedad privada, con la libre empresa, con la riqueza y con el bienestar de toda la sociedad, porque ellos creen que son la sociedad. Los demás sobran. Y entonces buscan elegir a alguien que haga más fuerte su burbuja, que mantenga más alejados a los pobres de sus círculos de privilegios, que garantice su posición y que les dé más prebendas para proteger lo que han heredado, lo que han obtenido desde el pedestal de su posición y lo que han usurpado. Ellos no se han dado cuenta de que hay una revolución en ebullición justo a sus pies por la intransigencia propia de sus privilegios y por la falta de empatía con los más necesitados. A la sociedad hay que descomprimirla y eso solo se logra con justicia social, pero no, ellos creen que todo lo resuelve el libre mercado que además tienen acaparado y la autoridad de un Estado que puede reprimir por la fuerza la protesta social.

Sé que escribí esta columna con el más profundo resentimiento, con la más absoluta subjetividad, con generalizaciones odiosas y que me escurre bilis por los dedos. Pero también estoy seguro de que estoy reflejando el fondo de lo que piensan y sienten esas personas que se hacen llamar “colombianos de bien” que quieren elegir el régimen que le es favorable a sus privilegios, a su estatus y a su abolengo, porque en Colombia hay ricos de todos los estratos. Yo me la juego por Doris y sus dramas, por el derecho que tiene a recuperar su finca y su vida, por la necesidad que tiene su familia para que se le dé un servicio de salud digno y oportuno, por reducir esa brecha absurda entre ricos y pobres y que la burbuja del bienestar alcance para todos. Yo me la juego por esa Colombia así me llamen resentido y polarizador. Pero si ese resentimiento nos lleva a construir una mejor sociedad y la polarización nos permite diferenciar entre lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente, lo bueno y lo malo, pues seguiré polarizando, seguiré resentido.


Afortunadamente es un derecho mínimo que nos deja la democracia: Deliberar y presentar ideas, así esas ideas estén impregnadas de resentimiento. Tengo muchas razones para llevar ese resentimiento amargo en la saliva y aún más razones para combatir desde mis letras las causas estructurales que lo provocan. Por eso y por Doris voté por Petro, muy a su pesar, sorpresa y críticas. Lamento defraudarlos, amiguis.

martes, 5 de julio de 2016

Mi carta por nadie leída sobre la corrupción en Colombia. Una propuesta básica a la espera de buena voluntad.


Este documento en formato de carta lo escribí con la intención de movilizar voluntades dispuestas a combatir la corrupción en Colombia desde su única génesis y su único posible control: El ambiente cultural que propicia, incentiva y perpetúa la corrupción como una práctica natural de la idiosincrasia colombiana. Finalmente, estas ideas jamás cayeron en tierra fértil, y aunque lo compartí con personas que pensé, estarían dispuestas a "seguirme la corriente" y retroalimentar esta iniciativa, nunca recibí respuestas. Por eso decidí compartirlo acá, para revivir este blog con más propuestas y menos llanto. El espacio para los comentarios está abierto para enriquecer esta idea con sus aportes. Pueden estar seguros de que los leeré y responderé como corresponde. Espero que este texto llegue a la mirada inquieta y proactiva de alguien que comparta mi visión y esté dispuesta a trascender la crítica para asumir una postura reflexiva, deliberante y propositiva para así tener el primer tanque de pensamiento sobre la corrupción en Colombia. Esta es una iniciativa sin ánimo de lucro y con mucho más trabajo que remuneración. Por eso dejo estas ideas para quien quiera asumirlas y así tender un puente de comunicación con el fin de concretar esta propuesta en acciones concretas. Gracias por leer y gracias por responder.

Y sobre todo, gracias por volver a esta trinchera llena de maraña por el abandono:

Bogotá D.C., algún día de 2016.

Querid@ señor@ x,

Te escribo la propuesta sobre mis ideas un poco dispersas y locas sobre la lucha contra la corrupción en Colombia en este formato más cálido e informal, como lo es una carta. Lo prefiero así porque los deseos románticos e idealistas de revolución y cambio se expresan mejor en el diálogo epistolar. Es una forma libre y espontánea de expresar pensamientos sin el formalismo que a veces acartona las ideas.

En primer lugar, quiero decirte que siento que la corrupción es la columna vertebral de la historia en Colombia. Ahora que hago mi tesis sobre la formación del concepto de Patria en Colombia en el siglo XIX, veo con tristeza que la corrupción es parte de nuestro ADN cultural. Los intereses personales, las vanidades y los egos siempre han estado por encima del bien común y el sentido colectivo de lo público. Desde Bolívar y Santander, que son nuestros referentes de la independencia, hasta Uribe y Santos, que son nuestros referentes de la Patria boba en la que hemos permanecido durante más de dos siglos, Colombia ha estado en una lucha permanente entre facciones que se quieren apoderar del país escudados en ideologías vacías e intereses mezquinos.

Por eso creo que el problema de corrupción va mucho más allá de lo institucional y hunde sus raíces en lo cultural. Y creo que desde allí, querid@ señor@ x, es desde donde se debe combatir la corrupción. Si culturalmente no adecuamos las bases morales de la sociedad para rechazar la corrupción como una práctica que atenta contra los intereses de todos y cada uno, seguiremos repitiendo este camino inocuo de la lucha contra la corrupción de grandes reformas y pequeños resultados, de leyes, entidades y contrarreformas. No tiene sentido promover leyes desde las más altas esferas del poder si esas mismas esferas son las que promueven, patrocinan y viven de la corrupción rampante que agobia a este país. Las leyes sin cultura que las soporte no son más que paliativos para los males de una sociedad. La ley debe ser el resultado de una construcción cultural que afiance las sanas prácticas y costumbres de una sociedad y no “el remedio” que va a cambiar a la sociedad de la noche a la mañana. Así no funciona el espíritu de las leyes. Hasta Montesquieu lo tenía claro en la Francia del siglo XVIII que era tan corrupta como la Colombia del siglo XXI.

En este orden de ideas, considero que es necesario juntar fuerzas de almas limpias y bienintencionadas con cerebros lúcidos y proactivos para analizar el fenómeno de la corrupción en Colombia desde una perspectiva cultural, con el ánimo de generar impacto estructural en las instituciones y cambios de actitud en la ciudadanía, promoviendo estrategias disuasivas y coercitivas, exigiendo autoridad moral de las élites que gobiernan y cultura política en las bases populares. Más adelante desarrollaré estas ideas, pero inicialmente quiero que comprendas que este sería un proceso de doble vía: Desde la ciudadanía y desde el Estado.

La corrupción para mí es el desprecio de la sociedad por parte de los mismos ciudadanos, sean éstos parte del establecimiento o del pueblo. El problema en Colombia, señor@ x, es que no hay un sentido arraigado de lo público. Lo público tiene dos connotaciones: Lo que es de todos y por lo tanto, todos lo protegemos; o lo que no es de nadie, entonces, nadie lo protege. Y en Colombia parece que lo público no tiene dolientes, pero sí muchos dueños. Y sobre este supuesto hay un círculo vicioso de apropiación de lo público por parte de los privados a través de la corrupción y de empobrecimiento acelerado del Estado por la imposibilidad de sostener el gasto público por déficit de recursos. Entonces, hay un sentimiento generalizado de desasosiego porque es evidente que Colombia es un país rico en recursos naturales, humanos y económicos, empobrecido por cuenta de una corrupción desmedida, sistemática y arraigada que finalmente cuenta con un ambiente propicio de propagación y consolidación porque las autoridades encargadas de controlarla y eliminarla son las más corruptas. Por lo tanto, no hay autoridad moral de quien ejerce el poder. Y sin autoridad moral, el resto es caos, porque la ciudadanía no siente respeto por las instituciones encargadas de controlar la convivencia y la armonía social y por el contrario ven en esas entidades focos de corrupción y abuso de poder.

Sería interminable hacer un inventario de ejemplos en este sentido pero me atreveré a formular algunos:

-      - Un Procurador General de la Nación que usa su investidura de garante de los Derechos Humanos y su fuero para disciplinar a los funcionarios públicos con el objeto de imponer el mandato bíblico de su religión, desconociendo el carácter laico del Estado colombiano y usando los recursos de una de las entidades más poderosas del país para imponer el dogma católico que está proscrito por la Constitución de 1991.

-      - Un Fiscal General de la Nación que abusa de su poder y de la falta de controles sobre su gestión para otorgar contratos milmillonarios a dedo, sin obtener resultados jurídicos o judiciales que pueda mostrar con eficacia, a una persona cuyo bagaje profesional y académico deja mucho que desear.

-      -  Un Presidente de la República que habla e impone austeridad mientras gasta en su Palacio cortinas de 600 millones de pesos y almendras de 15 millones más, con explicaciones tan simples y ridículas como que son gastos necesarios de representación diplomática, sin más ni más.

-      -  Un Magistrado de la Corte Constitucional que se aferra tercamente al cargo a pesar de los testimonios y las evidencias en su contra, con imputaciones tan graves como soborno y desplazamiento forzado mientras pasan los días sin que la institucionalidad haga nada.Y el proceso naufraga en un Congreso que aún no comprende el alcance de su función judicial porque los encargados son inexpertos, políticos e interesados para los cuales es superior el interés electoral que la justicia.

Podría continuar con más ejemplos y no acabaría jamás, pero lo que quiero que veas es esa simbiosis macabra entre corrupción y poder que cercena de tajo la autoridad moral de las instituciones encargadas de imponer el orden y de dar el ejemplo.

Pero insisto, el problema no es institucional. Es cultural. Las instituciones solo reflejan la podredumbre de la cultura. Los gobernantes no llegan a sus cargos en procesos dictatoriales. Las elecciones en Colombia han servido para legitimar la corrupción desde las urnas en donde las bases con poca formación política cambian su voto por favores pírricos pero oportunos para solventar coyunturas de necesidad. Y desde allí empieza toda una cadena perversa y pútrida de corrupción en donde los gobernantes generan necesidades en los ciudadanos por su gestión ineficiente y luego capitalizan esas necesidades para seguir siendo elegidos indefinidamente por ellos mismos o por interpuestas personas brindando estos favores mínimos para solventar la necesidad apremiante. Obviamente, este es un diagnóstico general y a grandes rasgos. La corrupción tiene muchas más dinámicas y representaciones en la cultura política, económica y social del país, pero esta es una muestra de cómo la corrupción se arraiga con maniobras simples: Una élite hábil para manejar la necesidad de un pueblo pobre; y un pueblo manipulable y dócil que se deja controlar a partir de la conveniencia y la necesidad. Claramente, existe poca formación política en las bases y esto hay que fortalecerlo para poder torcerle el pescuezo a la corrupción.

Ahora, creo que el manejo que se le da desde el Gobierno al problema de la corrupción en la actualidad, responde más a las imposiciones del show de los medios de comunicación que a una política integral, concisa, articulada y eficaz de lucha contra la corrupción. Además, insisto, la ley debe servir para afianzar costumbres culturales de sociedades consolidadas. Pero acá la ley se concibe como “la solución” a un problema, cuando debe ser el resultado de un proceso de construcción social en donde se tiene claro el bien común y el sentido de lo público.

Sobre esto último, querid@ señor@ x, debo decir que estoy fuertemente influenciado por la ideología de mi padre quien creía que el Derecho es una construcción cultural de los pueblos. Su obra cumbre se llama “Metodología y Técnica de la Investigación Sociojurídica” y allí expone toda una serie de argumentos en las que concluye que la ley es una construcción social mediante la cual se busca regular el comportamiento de los ciudadanos en función de la convivencia y el bien común. Y para llegar allí, primero hay que identificar un problema, comprender sus dinámicas, analizar holísticamente sus componentes y formular una solución a partir de consensos sociales que permitan corregir las motivaciones objetivas del problema a través de una norma que sirva, sociológicamente, para el bienestar de los actores implicados. Es decir, él se oponía completamente al positivismo jurídico en donde las normas eran simplemente la imposición de la clase dominante. En este caso, por vía de la ley, se legaliza y se legitima la dominación. Esto, por ejemplo, permitió a personajes como Hitler legalizar el exterminio judío a través de normas que en su conjunto denominó como “la solución final al problema judío”.

Por eso es tan importante comprender a la corrupción como un problema cultural y darle la dimensión que tiene, que va más allá de la ley. Y así entender que producir leyes en masa sin una correcta lectura del problema de una manera integral solo genera inseguridad jurídica, sobreregulación del fenómeno y en últimas, una ineficacia total en el resultado de la lucha contra la corrupción. Porque las normas así formuladas no son aprehendidas por los ciudadanos, y éstos no se identifican y no se comprometen con su cumplimiento porque han estado completamente ausentes en la formulación de las políticas públicas que soportan los arreglos normativos. Además, es evidente que las leyes en materia anticorrupción son saludos a la bandera, en donde más que el resultado tangible de impacto contra la corrupción, lo que el Gobierno quiere evidenciar es que se está haciendo “algo” y que ese “algo” se ve reflejado en leyes.

Te voy a poner un ejemplo concreto: Capítulo IV de la Ley 1474 de 2011 conocida como “Estatuto Anticorrupción”. “Capítulo IV, Regulación de Lobby o Cabildeo. Artículo 61. Acceso a la información. La autoridad competente podrá requerir, en cualquier momento, informaciones o antecedentes adicionales a gestiones determinadas, cuando exista al menos prueba sumaria de la comisión de algún delito o de una falta disciplinaria”. Esto es todo lo que hay sobre lobby o cabildeo, es decir, en términos precisos, nada. Y para agravar esta omisión evidente del legislador en la confección de la norma, es claro que se obvia el mandato imperativo del artículo 144 de la Constitución Nacional que ordena lo siguiente: "Las sesiones de las Cámaras y de sus Comisiones Permanentes serán públicas, con las limitaciones a que haya lugar conforme a su reglamento. El ejercicio del cabildeo será reglamentado mediante ley". Es decir, no solo se está cometiendo una clara omisión en la Ley 1474 de 2011 sino que se está infringiendo descaradamente un mandato constitucional. Cabe anotar que esta Ley por ser estatutaria tuvo control de la Corte Constitucional. Entonces surgen varias inquietudes que me planteo como ciudadano y que me respondo como ciudadano.

-       ¿Por qué el Congreso como legislador evade su responsabilidad para reglamentar el lobby o cabildeo? La respuesta es macabra y sencilla: Porque no les conviene reglamentar esta materia. Y la razón es simple, aunque sea una suposición. Porque lo que transparenta el cabildeo son los intereses que subyacen a las leyes que se tramitan en el Congreso. No es un secreto que muchos de estos intereses no son los más diáfanos y bienintencionados. Muchos de esos intereses benefician a personas y/o gremios que usan la ley para tramitar esos beneficios y tampoco es secreto que son capaces de pagar con puestos o dinero el favor de los congresistas que convierten en leyes sus pretensiones. Es decir, no es una omisión inocente y desapercibida. Claramente existe una intencionalidad en dilatar esta obligación constitucional deliberadamente. Más, sabiendo que es una iniciativa que ha tenido varios intentos en el Congreso y todos han naufragado.

-       ¿Por qué el Gobierno no persiste en la intención de regular el lobby o cabildeo? Por la misma razón. Porque no les conviene reglamentar esta materia. El Gobierno tramita sus iniciativas legislativas a través del Congreso en donde las alianzas, las coaliciones y las componendas son el pan de cada día en la interacción entre el Ejecutivo y el Legislativo. Y estas componendas tampoco son diáfanas y transparentes. También hay intereses particulares que se tramitan a través del Gobierno. Es decir, el Legislativo tiene la capacidad de chantajear al Ejecutivo a través de los proyectos de Ley que le tramita, y allí es donde se negocia el favor político, el intercambio burocrático y los apoyos electorales que obviamente, no se podrían evidenciar a través de una Ley.

-       ¿Por qué las organizaciones sociales no actúan frente a la ausencia de esta reglamentación que es un mandato constitucional? Acá puedo encontrar varias razones. 1.) que las organizaciones sociales no tienen la cohesión ni la fuerza suficiente para corregir las acciones deliberadas del Gobierno ni del Congreso, 2.) que las organizaciones sociales también tienen intereses que tramitan a través del Ejecutivo y el Legislativo y tampoco les interesa que se conozcan por un mandato legal y 3.) porque no existe una cultura de seguimiento legal por parte de la ciudadanía para verificar si lo ordenado por la Constitución se cumple o no se cumple.

-       Adicional a esto, se percibe una floja revisión de la Corte Constitucional sobre el articulado del Estatuto Anticorrupción e inmediatamente se atan cabos que permiten entender por qué uno de sus magistrados está investigado por soborno por tramitar intereses particulares, precisamente, en dinámicas propias del cabildeo y el lobby mal concebido.

Entonces, es triste saber que la ley lejos de ser un instrumento para combatir efectivamente la corrupción, hace evidentes los esfuerzos de los poderes públicos por cohonestar y obviar prácticas centenarias de corrupción. No quiero decir que todas las leyes anticorrupción tengan ese espíritu y esa perversidad. Lo que quiero decir es que a pesar de que las leyes pueden tener una buena intención, magnífico espíritu y mejor imagen ante la opinión pública y el propio Estado, yendo a la minucia, se descubren estos baches que no son menores y que al final desnudan que la lucha contra la corrupción no es un deseo generalizado de altruismo compartido por parte del Estado y de la ciudadanía, sino que es más un esfuerzo institucional por hacer “algo”, ese “algo” que se traduce en una ley que es a todas luces insuficiente, ineficaz y que responde más a la solución de una coyuntura de momento que a un asunto estructural y cultural.

Así pues, querid@ señor@ x, mi propuesta no tiene otra idea inicial que la de reflexionar sobre estos supuestos. Mi propuesta es crear un grupo interesado, estable, comprometido y capaz de analizar el tema de la corrupción desde una perspectiva sociológica, jurídica, histórica y cultural para repensar las soluciones sobre la problemática de igual manera, respondiendo a necesidades estructurales y no a medidas coyunturales.

Yo me imagino un grupo entre quince (15) y veinte (20) personas con distintos perfiles y labores que sean capaces de compartir su quehacer y su visión desde perspectivas distintas pero complementarias. Es decir, hacer una selección minuciosa que abarque una pluralidad de sectores entre los que se me ocurren inicialmente los siguientes: Empresarios, función pública, gobierno nacional y local, academia, trabajadores, minorías (étnicas, sexuales, etc.), campesinos, organizaciones de la sociedad civil, organismos internacionales y multilaterales, ONG nacionales e internacionales, fundaciones y defensores de Derechos Humanos. La característica de este grupo de personas, que además deben estar equitativamente distribuidos entre hombres y mujeres, es que no harán parte de este grupo como representantes de sus sectores, sino como personas individuales que pueden aportar desde su saber y experiencia los insumos para construir una visión sobre la corrupción ligada a elementos históricos, sociológicos y culturales que permitan hacer un análisis integral del fenómeno; y que a través de las discusiones internas del grupo, se construyan documentos que sirvan de base para una discusión más amplia y plural en otros escenarios regionales, nacionales e internacionales en los que se generen espacios de reflexión y acción que permitan comprender mejor el fenómeno de la corrupción en su contexto.

Es decir, lo que propongo es un think tank de personas que estén dispuestas a tomar el tema de corrupción como un fenómeno de estudio estructural y profundo, que tengan el tiempo y la disposición de reunirse al menos una vez al mes en jornadas de trabajo de al menos cuatro (4) horas y que también estén dispuestas a leer y escribir sobre el particular para pensar y repensar el tema de la corrupción dentro de una perspectiva de cambio cultural.

Este grupo trabajaría en tres fases: 1. Diagnóstico, 2. Propuesta y 3. Acción. Aún no podría definir cuánto tiempo duraría cada fase. Eso depende de su complejidad y recursos disponibles.

En la etapa de diagnóstico el grupo se encargará de hacer una revisión legal y bibliográfica sobre el tema de corrupción en Colombia, incluyendo casos emblemáticos que hayan marcado la historia de la Nación relacionadas con el tema y el estado de las investigaciones más relevantes. Es decir, se debe hacer una revisión jurídica, histórica, bibliográfica y de prensa que permita establecer una línea base sobre el estado de la corrupción en Colombia de una manera integral y complementaria que considere elementos sociológicos, históricos y jurídicos del fenómeno. De esta manera, el documento inicial será una compilación de artículos que describan comprensivamente el fenómeno de la corrupción en Colombia. Así pues, el diagnóstico busca identificar comprensivamente las características de la corrupción en Colombia. La temática será asignada y distribuida según la expertiz de los miembros del grupo. En su momento se definirá.

En la etapa de propuesta se considerarán las acciones que se deben seguir para generar un impacto en el ámbito que se pretende incidir, es decir, en el ámbito cultural, entendiendo la cultura como el conjunto de usos y costumbres sociales de un grupo poblacional determinado que en este caso llamaremos Colombia. También se establecerán las estrategias de acción desde el nivel local hasta el nivel nacional diferenciando las dinámicas de corrupción en cada caso y proponiendo acciones y actividades para contrarrestar tales dinámicas haciendo especial énfasis en la necesidad de que la ciudadanía aprehenda el propósito y sentido de estas actividades para que las incorporen dentro de sus usos y costumbres como prácticas sanas y deseables en función de la sana convivencia y la armonía social.

Es importante privilegiar a la población juvenil e infantil para la implementación de las estrategias de acción, teniendo en cuenta que los cambios culturales son además generacionales y que allí hay una población objetivo capaz de darle perdurabilidad y consistencia a las acciones realizadas.

La fase de acción es la ejecución material y real de las acciones y actividades planteadas en la propuesta sobre un cronograma concreto y sobre unas posibilidades humanas y económicas reales.

Esta propuesta es solo un borrador inicial, ideas un poco locas lanzadas al campo de lo posible para que encuentren eco en personas receptivas y dispuestas a hacer aportes que fortalezcan esta propuesta inicial, se complementen y se articulen de tal manera que el primer producto de esta iniciativa sea la hoja de ruta del grupo de trabajo, del think tank que piense la corrupción en Colombia por fuera de la caja a pesar de estar dentro de la caja.

Como en el fondo el ejercicio tiene una base académica, entendida ésta como el ejercicio de pensar, reflexionar y repensar un fenómeno social como es la corrupción, mi propuesta sería la de tener la base de trabajo en una Universidad comprometida con el tema y que le interese la producción académica que pueda salir de este grupo de trabajo. Podría ser la Universidad X de Colombia teniendo en cuenta el perfil técnico y jurídico del Rector y su trasegar por las instituciones del Estado. Sobre el perfil de los participantes, creo que nos debemos concentrar más en las personalidades que en los roles. Por eso propongo que sean personas conocidas por su apertura mental, su disposición a la reflexión y al cambio y su espíritu de sacrificio en función de las causas sociales. Además que tengan el tiempo necesario para tomarse las actividades del grupo en serio y que estén dispuestas a cumplir con los compromisos que se deriven de éste.

Bueno querid@ señor@ x, como puedes ver esta es una iniciativa que tiene mucho más de emoción y de buena intención que de estructura, objetivos claros y metodología definida. Por eso esta aproximación inicial la hago en formato de carta, dándome la licencia de escribir con libertad y espontaneidad.

Te agradezco la buena disposición que siempre has tenido conmigo, la amistad que me has brindado y los espacios de diálogo que me han hecho pensar y crecer como profesional y como persona. Quedo atento a tus comentarios, precisiones e ideas para proceder a hacerte una propuesta más estructurada y formal para darle viabilidad en las instancias que corresponda.

Un abrazo fraterno de tu discípulo y amigo,


Andrés Felipe.

viernes, 7 de octubre de 2011

LA CONSOLIDACIÓN DE LAS ÉLITES GOBERNANTES EN COLOMBIA DURANTE LOS ÚLTIMOS 60 AÑOS DE HISTORIA COMO ANTÍTESIS DEL IDEAL DE DEMOCRACIA. DOS EJES DE ANÁLISIS: CONCENTRACIÓN DE LA RIQUEZA E IMPUNIDAD JUDICIAL. (Análisis preliminar como motivación para la Tesis de Grado de la Maestría en Ciencia Política y Sociología).

El presente trabajo tiene como intención servir de motivación inicial para mi tesis de grado de la Maestría. En este sentido, pretendo hacer un diagnóstico preliminar que logre esbozar lo que ha sido la hegemonía de las élites dominantes durante la segunda mitad del siglo XX y el comienzo del siglo XXI con base en dos ejes de acción: Concentración de la riqueza e impunidad judicial. Es de decir, que estos dos ejes no son autónomos sino que, por el contrario, son complementarios y simbióticos. En efecto, estos elementos se han amalgamado entre sí para consolidar esta hegemonía en el dominio electoral, lo que da visos de democracia a lo que en realidad es una plutocracia, el gobierno de los ricos.

En primer lugar, quiero hacer la delimitación histórica del fenómeno. Es crucial entender que en Colombia las fuerzas políticas de las élites se consolidaron y se unificaron hacia la segunda mitad del siglo XX. Si bien los militantes de los partidos liberal y conservador se enfrascaron en sangrientas luchas desde mediados de siglo y durante toda una década conocida como “la época de la violencia”, los cuadros de estos partidos políticos siempre gozaron de una posición económica y social privilegiada, lo que hizo aún más fácil consolidar su unión burocrática con el llamado Frente Nacional (1958 – 1974). Tal unión consistía en una estrategia de repartición del poder equitativa pero excluyente, lo que desembocó en la creación de nuevos actores armados y connatos de revolución que fueron repelidos eficazmente por los reaccionarios de ambos partidos, consolidando así su hegemonía y radicalizando la elitización del poder.

Desde el Frente Nacional, los gobernantes en Colombia tanto a nivel local como a nivel nacional, han estado caracterizados por ser políticos fuertemente aliados con los grupos económicos y empresariales y con los grandes terratenientes. Así mismo, la Ley ha permitido fortalecer esta concentración de la riqueza en pocas manos, entre otras cosas, porque los legisladores son ampliamente favorecidos con esta dinámica. A esto se suma el apoyo soterrado de actores armados paramilitares ilegales que defienden a ultranza el status quo de los brotes revolucionarios y subversivos en contubernio con las Fuerzas Militares Regulares.

En este orden de ideas, Colombia se ha convertido en un fortín de poder para un grupo muy restringido de personas. Indicativo de esto es que, de acuerdo con el último informe de la ONU sobre la distribución de la tierra en Colombia, se señala que el 52% de la propiedad de la tierra, está concentrada en el 1,5% de la población. Y este esquema sin duda tiene un fuerte anclaje en las políticas del Estado y la manipulación del Gobierno, lo que a todas luces genera una desbordada inequidad económica e injusticia social.

Entonces, voy a desentrañar desde la historia cómo estas élites se han anquilosado en el poder paulatinamente. Colombia se constituyó como una República de vocación conservadora. De hecho, la Constitución que le dio forma definitiva al Estado en 1886 era abiertamente confesional. Esto configuró un Estado con vocación feudal. Protección hacia la propiedad privada, respeto a la autoridad, orientación hacia principios y valores católicos, marcado centralismo y la exclusión natural de las minorías marcó el derrotero de un Estado autoritario y una democracia débil. De entrada esta configuración constitucional generó conflictos a nivel social que se reflejaron en guerras declaradas entre las vertientes políticas más definidas: Los conservadores, defensores del régimen y reaccionarios, y los liberales, revolucionarios que buscaban cambios estructurales que permitieran mayor inclusión social y la secularización del Estado. La primera gran guerra se gestó entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Duró tres años, lo que le valió el nombre de “La guerra de los mil días”. Los conservadores salieron triunfantes y por lo tanto se implantó una hegemonía conservadora, fuertemente anclada en la Constitución del 86 que dominó las huestes electorales durante los primeros 30 años del siglo XX, con base en un fuerte arraigo cultural a la religión en todos los niveles sociales. En 1930 el Partido Conservador llegó divido a las urnas, lo que le permitió al candidato liberal, Enrique Olaya Herrera, conquistar la Presidencia de la República, marcando el preludio de lo que sería la exacerbación de la violencia a finales de la década de los cuarenta y la década de los cincuenta, período que se conoció como “La época de la violencia”. Fueron 16 años de gobierno liberal en el que se introdujeron algunas reformas para generar mayor equidad social e igualdad económica. Se tramitaron reformas agrarias que quisieron hacer una distribución de la tierra entre campesinos y desposeídos y se orientó la educación pública hacia una tendencia menos confesional y más secular. (Bushnell: 2007)

Sin embargo, las reformas del Partido Liberal nunca tuvieron un gran impacto. Con la reforma agraria de 1936, en cabeza del Presidente Alfonso López Pumarejo, se logró la asignación de lotes baldíos en los llanos orientales de Colombia. Pero la gran mayoría de estos predios fueron cedidos a personas ricas, amigos del Gobierno e incluso a familiares del propio López Pumarejo. En pocas palabras, se siguió privilegiando a un grupo reducido de ciudadanos pero ahora bajo el manto de la justicia social y la equidad. Eran las mismas prácticas de acaparamiento y concentración de la riqueza pero para nuevos patronos vestidos de rojo liberal, sin tener en cuenta a los campesinos pobres ni a los desposeídos.

En 1946, fue el Partido Liberal el que llegó debilitado a las elecciones. Se presentó dividido entre un candidato oficialista y un disidente de corte populista llamado Jorge Eliécer Gaitán. Esto llevó a que fuera electo por mayoría simple el candidato conservador Mariano Ospina Pérez. Sin respaldo popular y con un país al borde del colapso, el gobierno conservador no encontró más alternativa que la represión para poder imponer su autoridad. Esto le restó legitimidad y exacerbó la animadversión de la mayoría de los ciudadanos en contra del Estado. En este contexto, el 9 de abril de 1948, fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán, en un episodio conocido como “El Bogotazo”: la Capital fue parcialmente destruida por una turba de gente, lo que rebosó la copa de la tolerancia popular y desencadenó un cruento enfrentamiento partidista entre los liberales y los conservadores que se extendió por todo el territorio nacional.

Los enfrentamientos más cruentos y sangrientos se dieron en el campo. Personas de todas las condiciones sociales tomaron partido y se hicieron a las armas para aniquilar al contrincante del partido opuesto. Desde las tribunas del Congreso en la Capital los cuadros de los partidos encendían los ánimos y se declaraban la guerra unos a otros. Esta guerra se materializaba en matanzas indiscriminadas de bando y bando, tiñendo de sangre a todo el país (Perea: 1996).
Las siguientes elecciones, en 1950, fueron ganadas por el radical conservador Laureano Gómez, con quien la violencia llegó a niveles desesperantes lo que desembocó en el golpe de estado en 1953 que fraguaran los opositores conservadores de Gómez y los representantes del Partido Liberal, dejando en el poder al General Gustavo Rojas Pinilla con la misión específica de pacificar el país y abrir las puertas de la concordia entre los colombianos.

Rojas Pinilla estuvo hasta 1957 en el poder, año en el que se reunieron en España los cuadros de los partidos liberal y conservador y de espalda a la opinión pública decidieron implantar el llamado Frente Nacional, que no era más que la repartición equitativa del poder y los cargos públicos burocráticos entre liberales y conservadores en 1958 durante los siguientes 16 años.
De 1957 a 1958 se instauró una Junta Militar para así dar paso a las elecciones que darían inicio al Frente Nacional. Así pues, se unieron las élites liberales y conservadoras pero excluyeron a toda la base popular en el acuerdo. Las fuerzas de izquierda, identificadas inicialmente con el Partido Liberal, se sintieron traicionadas y emprendieron su propia organización armada que fue ásperamente repelida por las fuerzas del Estado. El Frente Nacional excluyó de la contienda electoral a cualquier fuerza política emergente o a las ya constituidas fuerzas de izquierda, dejándoles sólo la clandestinidad como una alternativa de lucha para alcanzar el poder.

Tan rígido fue el Frente Nacional como acuerdo bipartidista, que en 1970, cuando el candidato de la Alianza Nacional Popular (ANAPO) Gustavo Rojas Pinilla, dictador en 1953, ganó las elecciones en las urnas, los resultados fueron adulterados para dar como ganador al conservador Misael Pastrana Borrero. Así pues, se consolidó la hegemonía en el poder de las élites de los partidos liberales y conservador. Con el tiempo estas élites darían continuidad a un antiguo y rancio dominio del Gobierno por unas pocas familias desde comienzos del siglo XX hasta nuestros días. Por el palmarés de los presidentes han desfilado muy pocos apellidos, todos relacionados entre sí, anquilosando la política, acaparando el poder y con el poder la mayoría de los bienes públicos, como se analizará a continuación. Las diferencias entre el Partido Liberal y Conservador se zanjaron y terminaron confluyendo en las mismas prácticas políticas con el único objetivo de obtener y mantener el poder, creando un gran abismo entre los partidos políticos y el pueblo.

Como se anotó, Colombia estuvo dividida la primera mitad del siglo XX entre dos partidos políticos fuertes y claramente diferenciados que lucharon entre sí por el poder. El conservador representaba el espíritu de la Constitución Nacional de 1886 y favorecía un status quo elitista y rígido que concentraba el poder y la riqueza de una manera casi que feudal. El liberal, revolucionario y popular, que luchaba por una mayor equidad social y la secularización del Estado principalmente. Estas diferencias se radicalizaron durante la llamada época de la violencia y la paz se firmó con el llamado Frente Nacional, que lejos de lograr las reivindicaciones populares lo que hizo fue elitizar a los cuadros del Partido Liberal y romper el vínculo popular y campesino que lo caracterizaba. Así pues, las bases del Partido Liberal se radicalizaron en su gran mayoría hacia la izquierda revolucionaria y muchos de sus militantes tomaron las armas y formaron guerrillas entusiasmados por los éxitos de las revoluciones de Cuba, Nicaragua, Chile y Guatemala, continuando con el brote de subversión que se expandió por todo el continente.

En este contexto la política en Colombia, durante y después del Frente Nacional, tomó visos de exclusión y excesiva burocratización del Estado, con el objeto de cumplir los acuerdos partidistas y las cuotas designadas desde el nivel local hasta el nivel nacional. Esta dinámica generó profundas prácticas clientelistas. Quien quería ocupar un puesto público necesariamente debería comprometer su voto con su padrino político y también el de su familia y entorno cercano. Y el clientelismo garantizó la continuidad en el poder de los mismos cuadros políticos, reencauchados por lazos familiares y de afinidad con los antiguos gamonales políticos.
Así tenemos que Alfonso López Michelsen, hijo de Alfonso López Pumarejo, fue presidente de 1974 a 1978. Que Andrés Pastrana Arango, hijo de Misael Pastrana Borrero, fue presidente de 1998 a 2002. Que Juan Manuel Santos Calderón, el actual presidente de Colombia, es sobrino nieto del ex presidente liberal Eduardo Santos Montejo (1938-1942), y así, en otros cargos públicos de enorme relevancia, el delfinato en un hábito natural a la política en Colombia. Y estas familias destinadas a gobernar tienen fuertes vínculos con los magnates económicos, con los terratenientes, con los dueños de los medios, dejando un espacio casi inexistente para la incursión de nuevas fuerzas al poder, menos aún, si estas fuerzas son de izquierda. A ello se suma un visceral rechazo por parte de la sociedad a la guerrilla que hace tiempo perdió su norte ideológico y centró sus actividades en prácticas delictivas de lucro indiscriminado como el secuestro, la extorsión y el narcotráfico.

Pero este es sólo un síntoma más en el diagnóstico que se hace sobre la elitización del poder en Colombia. Ligado a esta dinámica clientelista, vino una desbordada corrupción. Los bienes públicos fueron sistemáticamente acaparados por los funcionarios públicos. El dinero del Estado pasó en gran parte a manos de particulares que se lucraron desangrando las arcas del fisco. Y ha sido recurrente que la lealtad política se traduzca en encubrimiento y favorecimiento hacia la corrupción. Los organismos judiciales y de control son muy poco eficaces y algunas veces laxos en el castigo de este mal y la Ley misma está diseñada para imponer unas penas irrisorias para los delitos relacionados con la corrupción.

Ya hemos visto pues cómo las diferencias partidistas se diluyeron con el Frente Nacional en componendas politiqueras forzadas por una violencia exacerbada. Así se logró un acuerdo entre élites de espalda a la sociedad llevando a una profunda escisión entre partidos y pueblo con base en prácticas clientelistas y una desmedida corrupción administrativa.

Este cuadro ha tenido varios efectos que quiero resaltar acá:

1. Las elecciones populares a todo nivel (corporativas y unipersonales) han servido para legitimar el poder acaparado por las élites. Los votantes en su gran mayoría acuden a las urnas no para ejercer su derecho libre al voto si no para cumplirle al patrón político que los obliga, ya sea satisfaciendo una necesidad del votante (compra de voto), comprometiendo una ayuda del Estado (subsidio estatal por voto) o por simple coacción (presión armada).

2. A su vez, las personas electas llegan al ejercicio de la función pública con instrucciones claras para favorecer a sus padrinos políticos y así continuar con el carrusel de corrupción y acaparamiento del poder traducido en tierra y riqueza.

3. No abarcando toda la elitización del poder por la vía electoral y de corrupción administrativa, los actores armados paraestatales garantizan, por lo menos en el campo, la preservación de la riqueza de los terratenientes y grandes hacendados, fuertemente ligados al poder local. No es casualidad que en este momento en Colombia haya 70 exparlamentarios en la cárcel por colaboración con los grupos paramilitares, principalmente representantes de las provincias en donde hay mayor pobreza y mayor concentración de la riqueza. En teoría, los grupos paramilitares surgieron como una respuesta campesina al asedio de la guerrilla. Pero ese manto aparente duró poco cuando la expansión terrateniente hizo evidente que lejos de combatir a la guerrilla estaban usurpando la tierra legalmente obtenida por campesinos pobres, forzándolos a la miseria y al desplazamiento.

4. La ley está diseñada para que esta dinámica se repita sin mayores consecuencias judiciales para afectar el dominio de las élites. Colombia ha implementado las famosas “leyes transicionales” que buscan solucionar el conflicto a costa de la justicia. Así pues, crímenes de lesa humanidad son castigados con ocho años de cárcel, lo que a todas luces es una afrenta para el dolor de las víctimas y en general para la sociedad. Esta Ley la elaboraron los paramilitares y la aprobó un Congreso cómplice como está comprobado en los cientos de sentencias judiciales que existen develando esta alianza entre parlamentarios y paramilitares. Por lo tanto, la impunidad judicial es una herramienta efectiva para la solidificación de este status quo rígido e inmutable de acaparamiento del poder por parte de las élites, excluyendo de los beneficios sociales a una base cada vez más amplia, más desposeída y con menos instrumentos para acceder al poder por la vía democrática. Y como si esto no fuera poco, tenemos que ver en las noticias diariamente cómo estas fuerzas paramilitares que están amangualadas con algunas fuerzas políticas del país se lucran del narcotráfico como fuente de financiación generando una alianza nefasta entre paramilitarismo, narcotráfico y política que inunda de corrupción las instituciones del Estado desde el nivel local hasta el nivel nacional. (Uprimmy: 2006)

5. La respuesta organizada del pueblo para repeler y combatir el status quo y el sistema que lo reproduce es inexistente. En Colombia el término “pueblo” es gaseoso y difícil de definir. No se puede delimitar por la identificación de clase. El pueblo no es la clase baja o clase media. El pueblo más bien constituye un anhelo, una fuerza deseable pero inexistente. En Colombia “el pueblo” se ha dividido y se ha plegado sistemáticamente a las élites en sus luchas. Por ejemplo, durante la llamada “época de la violencia”, las personas que se enfrentaban y aniquilaban entre sí en las zonas rurales eran campesinos pobres que trabajaban para un patrono liberal o uno conservador. De acuerdo con la filiación política de los patronos ellos se armaban y se mataban con los contendores, pero no por su ideología o convicción política, sino por la lealtad o la sumisión que tenían frente a su patrón. Esta dependencia de “el pueblo” de las élites ha neutralizado cualquier connato de organización y aún más cualquier intento de resistencia. Los campesinos dependen del terrateniente para subsistir porque reciben un jornal y no tienen posibilidad de producir para comercializar. El asalariado depende del sueldo que le da el patrón que escasamente le alcanza para cubrir sus necesidades básicas. Y el Estado conserva una gran servidumbre que ha gestado a través de subsidios que no se corresponden con una política integral de superación de la pobreza sino que agudiza la dependencia del pobre, lo que direcciona su voto y coacciona su voluntad. Es decir, en Colombia el término “pueblo” se asemeja más a la servidumbre feudal que a una masa organizada dispuesta a reivindicar sus derechos.

6. La guerrilla, que a finales de los 60´s pretendió ser una respuesta armada de izquierda frente a la opresión de la derecha y del nuevo y consolidado establecimiento bipartidista, fue contenida militarmente y nunca tuvo posibilidades de llegar al poder realmente. Se formaron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) de vocación revolucionaria soviética, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) de corte castrista y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de orientación maoísta. La guerrilla contó con algún apoyo popular durante los 60´s y los 70´s, pero el desmonte paulatino de las revoluciones en el continente con base en férreas dictaduras y al final de los 80´s, con el fin de la guerra fría, hizo que perdiera toda legitimidad. El EPL se desmovilizó, el ELN se debilitó y las FARC perdieron su norte ideológico y se dedicaron a la delincuencia organizada a una escala de gran magnitud, centrando su financiación en actividades como el secuestro, la extorsión y el narcotráfico. Es decir, la revolución armada dejó de ser una alternativa y por el contrario el accionar demencial de la guerrilla unió aún más a los colombianos en torno de sus élites dominantes, que con un discurso antisubversivo y contrainsurgente lograron aceitar su desprestigiada maquinaria con un nuevo enemigo común.

La realidad que se ha esbozado hace que Colombia constituya un caso bien particular en el contexto de América Latina. Colombia se precia de ser la democracia más estable de esta parte del continente y si bien tuvo una dictadura militar en cabeza del General Rojas Pinilla, esta no fue producto de un golpe de Estado militar, sino de un acuerdo partidista como forma de hacer una transición hacia la paz. Sin embargo, este sofisma pierde credibilidad cuando se establece que si bien en Colombia las dictaduras no han sido una forma frecuente de Gobierno para preservar la estabilidad, el autoritarismo que se implanta en cada período permite intuir que no es la democracia tampoco la que ha predominado como forma de gobierno en el país. Por eso es importante revelar que Colombia poco tiene para enorgullecerse en materia de democracia. Un país en el que persiste el conflicto armado interno por más de 60 años, con actores claramente diferenciados y en pie de lucha, con un promedio de casi 50 muertes violentas al día, no puede presumir de ser un país estable y mucho menos democrático.

Y este conflicto hunde sus raíces en las profundas diferencias sociales gestadas desde la concepción misma de la República en 1886. El status quo ha favorecido históricamente a una élite rica y poderosa y ha cooptado o aniquilado fácilmente cualquier brote revolucionario. Esta élite ha sabido mantener divida a la base de acuerdo con sus intereses y esta base no ha tenido la capacidad de generar una identidad que le permita mover el yugo que la oprime. Los entes de clase, como los sindicatos obreros o las asociaciones campesinas, son estructuralmente débiles y políticamente irrelevantes. Convocan poco, se movilizan eventualmente y nunca han arrastrado masas. Nunca han sido una amenaza real para el establecimiento y como todos los demás actores populares son fácilmente transables por el Estado.

Si bien Colombia cambió su Constitución Nacional en 1991 y le dio un carácter secular al Estado y amplió las libertades individuales y democráticas, esto no ha sido más que el medio para poder ver con mayor claridad que a pesar de que existen anhelos nacionales por construir una nación más incluyente e igualitaria, el sistema y el establecimiento siguen siendo suficientemente fuertes para hacer prevalecer una estructura excluyente, elitista y desigual. El abismo que hay entre los anhelos planteados en la Constitución del 91 y la realidad es abrumador, y si bien existen herramientas legales para procurar una sociedad más justa, las élites se han encargado de acomodar cada artículo a sus intereses. Y lo que se sale del alcance de la Ley, proclive a favorecer a las élites por demás, se compra con dinero o se impone con las armas.

Este esquema rígido ha convertido a la democracia en un medio de legitimación del establecimiento. Por medio del voto popular se eligen y se reeligen los políticos que se encargan de que la Ley favorezca la reproducción del sistema. Las políticas institucionales se inclinan a implantar un esquema de privilegios absurdos para que nada cambie. Para que se concentre la riqueza, para que el 52% de la propiedad esté acaparada en el 1,5% de la población, para que los bienes del Estado sean feriados entre políticos corruptos que nunca son sorprendidos en sus fechorías y que si lo son cuentan con toda una legislación complaciente y laxa que no genera mayor temor para el infractor.

Por eso considerar olímpicamente que Colombia es una democracia, es desconocer que existen males estructurales que hacen que la democracia no sea más que una herramienta de opresión hábilmente manipulada por las élites e imposible de contrarrestar por un pueblo sumiso y obediente que no tiene capacidad de reacción. Con el agravante de que las llamadas fuerzas revolucionarias han perdido toda legitimidad, hundidas en el fango del delito y que las verdaderas fuerzas revolucionarias con espíritu de libertad son fácilmente criminalizadas por los organismos de seguridad del Estado que ven en cualquier brote de izquierda un guerrillero en potencia.
Por eso en Colombia la conciencia política es limitada. Se consideran logros del Estado las masacres sostenidas en contra de la guerrilla. En ningún país se celebra con tanta euforia la muerte de un ser humano como en Colombia. Sólo he visto algo similar cuando las Fuerzas Militares de los Estados Unidos mataron a Osama Bin Laden. Pero era un enemigo foráneo. En Colombia el júbilo se siente con la muerte de compatriotas. Las promesas de seguridad democrática desatan la solidaridad de todas las capas sociales. Y es evidente que la seguridad democrática está encaminada a favorecer los intereses de los ricos. Gracias a esta bandera demagógica el anterior presidente, Álvaro Uribe Vélez, logró arrastrar la favorabilidad de la mayoría de los colombianos. Militarizó las carreteras, radicalizó la lucha armada, dio de baja a importantes jefes guerrilleros incluso violando la soberanía de países hermanos e hizo replegar así a la guerrilla militarmente. Pero esto no fue más que allanar el camino para que los ricos pudieran volver a sus haciendas a imponer su ley y su mando.

Los subsidios del Estado para el campo fueron descaradamente asignados a las familias más ricas y poderosas de terratenientes, con fuertes nexos con el Gobierno Nacional de Uribe, que además eran sus financiadores políticos. No se puede considerar como una victoria de la democracia una política de seguridad que sólo favorece a los más ricos en detrimento de los más pobres. Eso lo único que genera son nuevos resentimientos y por lo tanto nuevos brotes revolucionarios.
Así pues, lo que pretendo con este trabajo es sustentar y justificar lo que quiero desarrollar para mi tesis de Maestría. Demostrar con datos más duros cómo se ha consolidado esta elitización del poder y cómo la democracia, más que una forma de gobierno, ha sido una herramienta útil para la legitimación del establecimiento y la reproducción de sus dinámicas.

Con este propósito, se pueden identificar los capítulos de acuerdo con los efectos planteados de la elitización del poder:
1. Papel de las elecciones populares como agente legitimador en la elitización del poder.
2. Rol y desempeño de los funcionarios elegidos por voto popular en el mantenimiento del establecimiento.
3. Papel de las fuerzas paramilitares en el mantenimiento del status quo.
4. Diseño y aplicación de la Ley para favorecer las dinámicas de corrupción que dan sustento y base al funcionamiento del establecimiento.
5. Respuesta y actitud de “El Pueblo” frente al establecimiento.
6. Brotes revolucionarios y consecuencias de su acción.

Pretendo convertir estos ítems en objeto de investigación para poder montarles las respectivas variables e indicadores de análisis que me permitan poder hacer un diagnóstico más completo y acertado acerca de la elitización del poder en Colombia durante los últimos 60 años, haciendo especial énfasis en la concentración de la riqueza y la impunidad judicial como pilares fundamentales de este fenómeno.

En conclusión, este trabajo se constituye como la motivación inicial de un proyecto más profundo y ambicioso que encontró su génesis en las clases sobre democracia en América Latina de la Maestría de Ciencia Política y Sociología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en Argentina. Esta inquietud surgió en momentos previos a la exposición de lo que había sido el Frente Nacional en Colombia, cuando de repente un compañero de otro país me decía que nosotros los colombianos nos preciábamos de ser “la democracia más estable de América Latina”. En ese instante descubrí que en realidad somos “la democracia más hipócrita de América Latina”. Y quiero explicar por qué.


BIBLIOGRAFÍA
- PEREA, Carlos Mario. Porque la sangre es espíritu. Editorial Aguilar. Bogotá. 1996.
- BUSHNELL, David. Colombia, una nación a pesar de sí misma. Editorial Planeta. Bogotá. 2007.
- GARCÍA VILLEGAS, Mauricio, REVELO REBOLLEDO, Javier Eduardo. El Estado Alterado. DeJusticia Editores. 2010.
- UPRIMMY, Rodrigo, RODRIGUEZ G., César, GARCÍA, Mauricio. ¿Justicia para todos? Sistema Judicial, derechos sociales y democracia en Colombia. Grupo Editorial Norma. 2006.

sábado, 3 de julio de 2010

Pienso que tenemos todo por pensar. Para empezar de nuevo.

Debo decir que el texto que subí a “Calma, quietud y tribulación”, con el título inventado de última hora “Dolor profundo, vómito de rabia, Patria Maldita”, no fue un ataque verborrágico motivado por la aplastante victoria de Santos sobre Mockus el 20 de junio. En realidad, lo único que agregué fue el título y el último párrafo. El resto fueron pequeñas regurgitaciones regadas en diversos momentos de desespero, reacciones a esas pequeñas historias personales y patrias que se vuelven fácilmente rabia y dolor. Al final, fue un texto armado como Frankenstein de distintos comienzos inconclusos que abandonaba hastiado de hastiarme. Y la verdad, no pensaba publicarlo. Hay muchos textos que reposan en un estado de limbo ahí, escritos, en hibernación. Pero ese día sentí un dolor tan profundo, una nausea tan asquerosa y odié tanto lo que pasa en Colombia que decidí evidenciar ese malestar acumulado y reflejado en esas pequeñas cuotas por tanto tiempo. Y obviamente es un malestar que persiste ante la impotencia de acciones inertes ante males inmensos.

Las elecciones exacerbaron sentimientos que venían en ebullición. Sabía que las elecciones se perdían, eso lo tenía claro, y quizás alcancé a intuir, sin dejarlo traslucir, que sería catastrófico, aunque quería que fuese distinto. Y comprendí que las elecciones sólo fueron la evidencia que mostró cómo está construida la “democracia” en Colombia. No importa si hubo fraude o no. No importa si fueron 9 millones de votos por Santos por 9 millones de tamales repartidos. Eso es lo de menos.

El problema es que la estructura social en Colombia, que para mí es a todas luces injusta, desequilibrada, preferente para los ricos y controlada por los ricos, es inamovible por la vía electoral, y dado el nivel de alienación y conformidad que percibo en toda la sociedad, inamovible por cualquier vía.

Son esperanzadores esos 3 millones y medio de votos para los verdes. Pero es esa esperanza tradicional que le permite a uno entender que en Colombia el deseo de cambio es simplemente minoritario. Bien intencionado, noble y sincero, pero minoritario. La pregunta que ahora me ronda es si vale la pena luchar por una sociedad que no quiera cambiar, que aparentemente está conforme con lo que sucede. Si está bien que uno deje de criticar a una sociedad en la que la gente aprecia su pobreza y admira la riqueza de los ricos. Finalmente, la gente en Colombia es una de las más felices del mundo de acuerdo con un riguroso estudio del Instituto Internacional de Risología y Felicidad Fortuita con un estricto e infalible método de ver qué sociedad se ríe más cuando trasmiten un divertido comercial de Davivienda.

No me voy a arrepentir de mis reacciones viscerales porque considero que no son infundadas. Además no estoy empuñando armas para justificar los muertos de mi ira. Estoy plasmando mi escozor en un escrito, en un papel que sólo llegará a quién quiera verlo, sin más daño que la susceptibilidad de quién no esté de acuerdo. Y esta trinchera no esconde las vísceras, todo lo contrario, las expone y les da sentido.

Colombia me duele, por eso la asumo con una posición crítica y dejando traslucir la rabia que siento al verla en esa franca decadencia en la que cada golpe genera más alegría que tristeza. No entiendo cómo es grato que en un país se piense que hay progreso cuando la pobreza supera el 50%, cuando el desempleo se acerca peligrosamente al 15%, cuando los homicidios en las grandes ciudades siguen en aumento y se van develando enfrentamientos entre bandas de mafiosos al mejor estilo mexicano con masacres a la salida de las discotecas. No entiendo cómo es seguridad democrática que caigan muchachos inocentes en nombre de esa seguridad sólo para dar resultados. No entiendo cómo es aceptado que se entreguen subsidios millonarios a familias multimillonarias que sencillamente no los necesitan mientras no hay dinero para poner en marcha la ley de víctimas de la violencia. Y no entiendo cómo es para alegrarse que la guerrilla esté disminuida, cuando está gobernando en Venezuela como un Gobierno legítimo que puede dar la guerra desde la regularidad de las naciones. Porque la guerrilla en Colombia es un grupo de delincuentes uniformados. Pero en el ámbito internacional está dirigida por un loco disfrazado con boina roja que tiene armas y poder para hacer una fiesta bélica.

Esta posición crítica me ha significado que me califiquen de apátrida, argentino, desagradecido y cobarde. Y lo asumo, con tranquilidad.

Ahora, reconozco que debo ser más serio para asumir una posición no sólo crítica, sino estructurada. Reconozco que esto va más allá de sentarse a decir sandeces viscerales. Reconozco que me falta ser más intelectual y menos activista. Reconozco que soy bueno para lanzar piedras pero no tanto para justificarlas. Pero creo que el camino correcto está en desnudar esas falencias para encontrar un apoyo sincero de este pequeño combo que se está armando alrededor de unas ideas compartidas.

Admiro profundamente a las personas que están dando la pelea allá, de frente al cañón, asumiendo los riesgos, soportando las derrotas con gallardía y asumiendo el día a día de la lucha con sus consecuencias. Yo sólo espero que comprendan que desde la distancia también se programan las luchas. Fidel y Ernesto llegaron a Cuba desde México en un barquito que no era muy estable y desde ahí construyeron una revolución romántica. No sé si ahora conserve su intención, creo que no, pero es admirable cómo se ejecutó con barbudos pobres, pero convencidos.

Ahora soy consciente de que no tengo una propuesta. Si la tuviera, sería sólo una arrogante reacción de lo que creo intuitivamente que debe ser. Y considero que una propuesta no es una reacción arrogante de un pichón de intelectual. Ahora, sólo soy un ciudadano desconcertado por el trauma de una nación que actúa traumatizada. Un ciudadano que se fue de su país para verlo desde afuera sin la certeza de estarlo viendo bien. Por eso es importante para mí la construcción conjunta de visiones de estos 10 quijotes convencidos de un ideal latinoamericano como un modelo para armar con base en principios éticos y con base en un deseo obsesivo por imponer la justicia social.

Este es nuestro pequeño barco virtual que lleva una revolución por aguas turbulentas. Una revolución que por lo menos impacta en la mente de los tripulantes y genera reflexión profunda y sentido de Patria. La travesía no es de días o semanas o meses. La revolución no es un instante, una fecha, una conmemoración. La revolución es una forma de vida. Una forma de vida de posiciones críticas, acciones, deliberación, odios y amores, reacciones, discusiones, partidarios y contradictores.

Ahora, reconozco mis profundas debilidades y mi propuesta es simple. Hacer de este espacio, de esta trinchera un debate de contribución mutua en el saber para la acción. No hay límites temporales precipitados por unas elecciones o una coyuntura especial. Parto de la base de que acá van llegando a este barco personas dispuestas a jugársela con ideas, por ideas para generar acciones. El problema quizás no sea Santos ni lo que representa. Quizás el equivocado sea yo al creer que el sistema es injusto. Pero tengo claro que debo estudiar mi acierto o mi error con criterio, con estructura, con bases serias.

No soy un líder. Soy un gregario de buenas intenciones. Por eso me la jugué por Mockus y me la jugaré por él o por su sucesor en el año 2014. Soy un gregario de buenas acciones. Estoy acá para que me ayuden a nutrir un sentimiento que se llama Patria. No odio a Colombia. La amo. Y porque la amo me duele su dolor, ataco sus desigualdades y me encarnizo con sus hechos. Digo que no me merece porque quiero que me merezca. No porque yo sea un ser superior digno de venias y reverencias. Digo que no me merece porque quiero que Colombia merezca todo lo que quiero para ella: Justicia Social, respeto por la vida humana, Democracia Deliberativa en la que un argumento pese mucho más que una bala.

Amo a mi país porque me dio todo lo que tengo y me hizo todo lo que soy. Y si digo que no me merece es porque quiero verlo a mi lado, y merecerlo y dar hasta la vida misma por su sublimidad hecha Patria. Después de pensar, sólo pido su ayuda para crecer en este camino revolucionario que no es un instante, es una forma de vida a la que entrego mi vida.