¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?

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Colombia herida

viernes, 7 de octubre de 2011

LA CONSOLIDACIÓN DE LAS ÉLITES GOBERNANTES EN COLOMBIA DURANTE LOS ÚLTIMOS 60 AÑOS DE HISTORIA COMO ANTÍTESIS DEL IDEAL DE DEMOCRACIA. DOS EJES DE ANÁLISIS: CONCENTRACIÓN DE LA RIQUEZA E IMPUNIDAD JUDICIAL. (Análisis preliminar como motivación para la Tesis de Grado de la Maestría en Ciencia Política y Sociología).

El presente trabajo tiene como intención servir de motivación inicial para mi tesis de grado de la Maestría. En este sentido, pretendo hacer un diagnóstico preliminar que logre esbozar lo que ha sido la hegemonía de las élites dominantes durante la segunda mitad del siglo XX y el comienzo del siglo XXI con base en dos ejes de acción: Concentración de la riqueza e impunidad judicial. Es de decir, que estos dos ejes no son autónomos sino que, por el contrario, son complementarios y simbióticos. En efecto, estos elementos se han amalgamado entre sí para consolidar esta hegemonía en el dominio electoral, lo que da visos de democracia a lo que en realidad es una plutocracia, el gobierno de los ricos.

En primer lugar, quiero hacer la delimitación histórica del fenómeno. Es crucial entender que en Colombia las fuerzas políticas de las élites se consolidaron y se unificaron hacia la segunda mitad del siglo XX. Si bien los militantes de los partidos liberal y conservador se enfrascaron en sangrientas luchas desde mediados de siglo y durante toda una década conocida como “la época de la violencia”, los cuadros de estos partidos políticos siempre gozaron de una posición económica y social privilegiada, lo que hizo aún más fácil consolidar su unión burocrática con el llamado Frente Nacional (1958 – 1974). Tal unión consistía en una estrategia de repartición del poder equitativa pero excluyente, lo que desembocó en la creación de nuevos actores armados y connatos de revolución que fueron repelidos eficazmente por los reaccionarios de ambos partidos, consolidando así su hegemonía y radicalizando la elitización del poder.

Desde el Frente Nacional, los gobernantes en Colombia tanto a nivel local como a nivel nacional, han estado caracterizados por ser políticos fuertemente aliados con los grupos económicos y empresariales y con los grandes terratenientes. Así mismo, la Ley ha permitido fortalecer esta concentración de la riqueza en pocas manos, entre otras cosas, porque los legisladores son ampliamente favorecidos con esta dinámica. A esto se suma el apoyo soterrado de actores armados paramilitares ilegales que defienden a ultranza el status quo de los brotes revolucionarios y subversivos en contubernio con las Fuerzas Militares Regulares.

En este orden de ideas, Colombia se ha convertido en un fortín de poder para un grupo muy restringido de personas. Indicativo de esto es que, de acuerdo con el último informe de la ONU sobre la distribución de la tierra en Colombia, se señala que el 52% de la propiedad de la tierra, está concentrada en el 1,5% de la población. Y este esquema sin duda tiene un fuerte anclaje en las políticas del Estado y la manipulación del Gobierno, lo que a todas luces genera una desbordada inequidad económica e injusticia social.

Entonces, voy a desentrañar desde la historia cómo estas élites se han anquilosado en el poder paulatinamente. Colombia se constituyó como una República de vocación conservadora. De hecho, la Constitución que le dio forma definitiva al Estado en 1886 era abiertamente confesional. Esto configuró un Estado con vocación feudal. Protección hacia la propiedad privada, respeto a la autoridad, orientación hacia principios y valores católicos, marcado centralismo y la exclusión natural de las minorías marcó el derrotero de un Estado autoritario y una democracia débil. De entrada esta configuración constitucional generó conflictos a nivel social que se reflejaron en guerras declaradas entre las vertientes políticas más definidas: Los conservadores, defensores del régimen y reaccionarios, y los liberales, revolucionarios que buscaban cambios estructurales que permitieran mayor inclusión social y la secularización del Estado. La primera gran guerra se gestó entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Duró tres años, lo que le valió el nombre de “La guerra de los mil días”. Los conservadores salieron triunfantes y por lo tanto se implantó una hegemonía conservadora, fuertemente anclada en la Constitución del 86 que dominó las huestes electorales durante los primeros 30 años del siglo XX, con base en un fuerte arraigo cultural a la religión en todos los niveles sociales. En 1930 el Partido Conservador llegó divido a las urnas, lo que le permitió al candidato liberal, Enrique Olaya Herrera, conquistar la Presidencia de la República, marcando el preludio de lo que sería la exacerbación de la violencia a finales de la década de los cuarenta y la década de los cincuenta, período que se conoció como “La época de la violencia”. Fueron 16 años de gobierno liberal en el que se introdujeron algunas reformas para generar mayor equidad social e igualdad económica. Se tramitaron reformas agrarias que quisieron hacer una distribución de la tierra entre campesinos y desposeídos y se orientó la educación pública hacia una tendencia menos confesional y más secular. (Bushnell: 2007)

Sin embargo, las reformas del Partido Liberal nunca tuvieron un gran impacto. Con la reforma agraria de 1936, en cabeza del Presidente Alfonso López Pumarejo, se logró la asignación de lotes baldíos en los llanos orientales de Colombia. Pero la gran mayoría de estos predios fueron cedidos a personas ricas, amigos del Gobierno e incluso a familiares del propio López Pumarejo. En pocas palabras, se siguió privilegiando a un grupo reducido de ciudadanos pero ahora bajo el manto de la justicia social y la equidad. Eran las mismas prácticas de acaparamiento y concentración de la riqueza pero para nuevos patronos vestidos de rojo liberal, sin tener en cuenta a los campesinos pobres ni a los desposeídos.

En 1946, fue el Partido Liberal el que llegó debilitado a las elecciones. Se presentó dividido entre un candidato oficialista y un disidente de corte populista llamado Jorge Eliécer Gaitán. Esto llevó a que fuera electo por mayoría simple el candidato conservador Mariano Ospina Pérez. Sin respaldo popular y con un país al borde del colapso, el gobierno conservador no encontró más alternativa que la represión para poder imponer su autoridad. Esto le restó legitimidad y exacerbó la animadversión de la mayoría de los ciudadanos en contra del Estado. En este contexto, el 9 de abril de 1948, fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán, en un episodio conocido como “El Bogotazo”: la Capital fue parcialmente destruida por una turba de gente, lo que rebosó la copa de la tolerancia popular y desencadenó un cruento enfrentamiento partidista entre los liberales y los conservadores que se extendió por todo el territorio nacional.

Los enfrentamientos más cruentos y sangrientos se dieron en el campo. Personas de todas las condiciones sociales tomaron partido y se hicieron a las armas para aniquilar al contrincante del partido opuesto. Desde las tribunas del Congreso en la Capital los cuadros de los partidos encendían los ánimos y se declaraban la guerra unos a otros. Esta guerra se materializaba en matanzas indiscriminadas de bando y bando, tiñendo de sangre a todo el país (Perea: 1996).
Las siguientes elecciones, en 1950, fueron ganadas por el radical conservador Laureano Gómez, con quien la violencia llegó a niveles desesperantes lo que desembocó en el golpe de estado en 1953 que fraguaran los opositores conservadores de Gómez y los representantes del Partido Liberal, dejando en el poder al General Gustavo Rojas Pinilla con la misión específica de pacificar el país y abrir las puertas de la concordia entre los colombianos.

Rojas Pinilla estuvo hasta 1957 en el poder, año en el que se reunieron en España los cuadros de los partidos liberal y conservador y de espalda a la opinión pública decidieron implantar el llamado Frente Nacional, que no era más que la repartición equitativa del poder y los cargos públicos burocráticos entre liberales y conservadores en 1958 durante los siguientes 16 años.
De 1957 a 1958 se instauró una Junta Militar para así dar paso a las elecciones que darían inicio al Frente Nacional. Así pues, se unieron las élites liberales y conservadoras pero excluyeron a toda la base popular en el acuerdo. Las fuerzas de izquierda, identificadas inicialmente con el Partido Liberal, se sintieron traicionadas y emprendieron su propia organización armada que fue ásperamente repelida por las fuerzas del Estado. El Frente Nacional excluyó de la contienda electoral a cualquier fuerza política emergente o a las ya constituidas fuerzas de izquierda, dejándoles sólo la clandestinidad como una alternativa de lucha para alcanzar el poder.

Tan rígido fue el Frente Nacional como acuerdo bipartidista, que en 1970, cuando el candidato de la Alianza Nacional Popular (ANAPO) Gustavo Rojas Pinilla, dictador en 1953, ganó las elecciones en las urnas, los resultados fueron adulterados para dar como ganador al conservador Misael Pastrana Borrero. Así pues, se consolidó la hegemonía en el poder de las élites de los partidos liberales y conservador. Con el tiempo estas élites darían continuidad a un antiguo y rancio dominio del Gobierno por unas pocas familias desde comienzos del siglo XX hasta nuestros días. Por el palmarés de los presidentes han desfilado muy pocos apellidos, todos relacionados entre sí, anquilosando la política, acaparando el poder y con el poder la mayoría de los bienes públicos, como se analizará a continuación. Las diferencias entre el Partido Liberal y Conservador se zanjaron y terminaron confluyendo en las mismas prácticas políticas con el único objetivo de obtener y mantener el poder, creando un gran abismo entre los partidos políticos y el pueblo.

Como se anotó, Colombia estuvo dividida la primera mitad del siglo XX entre dos partidos políticos fuertes y claramente diferenciados que lucharon entre sí por el poder. El conservador representaba el espíritu de la Constitución Nacional de 1886 y favorecía un status quo elitista y rígido que concentraba el poder y la riqueza de una manera casi que feudal. El liberal, revolucionario y popular, que luchaba por una mayor equidad social y la secularización del Estado principalmente. Estas diferencias se radicalizaron durante la llamada época de la violencia y la paz se firmó con el llamado Frente Nacional, que lejos de lograr las reivindicaciones populares lo que hizo fue elitizar a los cuadros del Partido Liberal y romper el vínculo popular y campesino que lo caracterizaba. Así pues, las bases del Partido Liberal se radicalizaron en su gran mayoría hacia la izquierda revolucionaria y muchos de sus militantes tomaron las armas y formaron guerrillas entusiasmados por los éxitos de las revoluciones de Cuba, Nicaragua, Chile y Guatemala, continuando con el brote de subversión que se expandió por todo el continente.

En este contexto la política en Colombia, durante y después del Frente Nacional, tomó visos de exclusión y excesiva burocratización del Estado, con el objeto de cumplir los acuerdos partidistas y las cuotas designadas desde el nivel local hasta el nivel nacional. Esta dinámica generó profundas prácticas clientelistas. Quien quería ocupar un puesto público necesariamente debería comprometer su voto con su padrino político y también el de su familia y entorno cercano. Y el clientelismo garantizó la continuidad en el poder de los mismos cuadros políticos, reencauchados por lazos familiares y de afinidad con los antiguos gamonales políticos.
Así tenemos que Alfonso López Michelsen, hijo de Alfonso López Pumarejo, fue presidente de 1974 a 1978. Que Andrés Pastrana Arango, hijo de Misael Pastrana Borrero, fue presidente de 1998 a 2002. Que Juan Manuel Santos Calderón, el actual presidente de Colombia, es sobrino nieto del ex presidente liberal Eduardo Santos Montejo (1938-1942), y así, en otros cargos públicos de enorme relevancia, el delfinato en un hábito natural a la política en Colombia. Y estas familias destinadas a gobernar tienen fuertes vínculos con los magnates económicos, con los terratenientes, con los dueños de los medios, dejando un espacio casi inexistente para la incursión de nuevas fuerzas al poder, menos aún, si estas fuerzas son de izquierda. A ello se suma un visceral rechazo por parte de la sociedad a la guerrilla que hace tiempo perdió su norte ideológico y centró sus actividades en prácticas delictivas de lucro indiscriminado como el secuestro, la extorsión y el narcotráfico.

Pero este es sólo un síntoma más en el diagnóstico que se hace sobre la elitización del poder en Colombia. Ligado a esta dinámica clientelista, vino una desbordada corrupción. Los bienes públicos fueron sistemáticamente acaparados por los funcionarios públicos. El dinero del Estado pasó en gran parte a manos de particulares que se lucraron desangrando las arcas del fisco. Y ha sido recurrente que la lealtad política se traduzca en encubrimiento y favorecimiento hacia la corrupción. Los organismos judiciales y de control son muy poco eficaces y algunas veces laxos en el castigo de este mal y la Ley misma está diseñada para imponer unas penas irrisorias para los delitos relacionados con la corrupción.

Ya hemos visto pues cómo las diferencias partidistas se diluyeron con el Frente Nacional en componendas politiqueras forzadas por una violencia exacerbada. Así se logró un acuerdo entre élites de espalda a la sociedad llevando a una profunda escisión entre partidos y pueblo con base en prácticas clientelistas y una desmedida corrupción administrativa.

Este cuadro ha tenido varios efectos que quiero resaltar acá:

1. Las elecciones populares a todo nivel (corporativas y unipersonales) han servido para legitimar el poder acaparado por las élites. Los votantes en su gran mayoría acuden a las urnas no para ejercer su derecho libre al voto si no para cumplirle al patrón político que los obliga, ya sea satisfaciendo una necesidad del votante (compra de voto), comprometiendo una ayuda del Estado (subsidio estatal por voto) o por simple coacción (presión armada).

2. A su vez, las personas electas llegan al ejercicio de la función pública con instrucciones claras para favorecer a sus padrinos políticos y así continuar con el carrusel de corrupción y acaparamiento del poder traducido en tierra y riqueza.

3. No abarcando toda la elitización del poder por la vía electoral y de corrupción administrativa, los actores armados paraestatales garantizan, por lo menos en el campo, la preservación de la riqueza de los terratenientes y grandes hacendados, fuertemente ligados al poder local. No es casualidad que en este momento en Colombia haya 70 exparlamentarios en la cárcel por colaboración con los grupos paramilitares, principalmente representantes de las provincias en donde hay mayor pobreza y mayor concentración de la riqueza. En teoría, los grupos paramilitares surgieron como una respuesta campesina al asedio de la guerrilla. Pero ese manto aparente duró poco cuando la expansión terrateniente hizo evidente que lejos de combatir a la guerrilla estaban usurpando la tierra legalmente obtenida por campesinos pobres, forzándolos a la miseria y al desplazamiento.

4. La ley está diseñada para que esta dinámica se repita sin mayores consecuencias judiciales para afectar el dominio de las élites. Colombia ha implementado las famosas “leyes transicionales” que buscan solucionar el conflicto a costa de la justicia. Así pues, crímenes de lesa humanidad son castigados con ocho años de cárcel, lo que a todas luces es una afrenta para el dolor de las víctimas y en general para la sociedad. Esta Ley la elaboraron los paramilitares y la aprobó un Congreso cómplice como está comprobado en los cientos de sentencias judiciales que existen develando esta alianza entre parlamentarios y paramilitares. Por lo tanto, la impunidad judicial es una herramienta efectiva para la solidificación de este status quo rígido e inmutable de acaparamiento del poder por parte de las élites, excluyendo de los beneficios sociales a una base cada vez más amplia, más desposeída y con menos instrumentos para acceder al poder por la vía democrática. Y como si esto no fuera poco, tenemos que ver en las noticias diariamente cómo estas fuerzas paramilitares que están amangualadas con algunas fuerzas políticas del país se lucran del narcotráfico como fuente de financiación generando una alianza nefasta entre paramilitarismo, narcotráfico y política que inunda de corrupción las instituciones del Estado desde el nivel local hasta el nivel nacional. (Uprimmy: 2006)

5. La respuesta organizada del pueblo para repeler y combatir el status quo y el sistema que lo reproduce es inexistente. En Colombia el término “pueblo” es gaseoso y difícil de definir. No se puede delimitar por la identificación de clase. El pueblo no es la clase baja o clase media. El pueblo más bien constituye un anhelo, una fuerza deseable pero inexistente. En Colombia “el pueblo” se ha dividido y se ha plegado sistemáticamente a las élites en sus luchas. Por ejemplo, durante la llamada “época de la violencia”, las personas que se enfrentaban y aniquilaban entre sí en las zonas rurales eran campesinos pobres que trabajaban para un patrono liberal o uno conservador. De acuerdo con la filiación política de los patronos ellos se armaban y se mataban con los contendores, pero no por su ideología o convicción política, sino por la lealtad o la sumisión que tenían frente a su patrón. Esta dependencia de “el pueblo” de las élites ha neutralizado cualquier connato de organización y aún más cualquier intento de resistencia. Los campesinos dependen del terrateniente para subsistir porque reciben un jornal y no tienen posibilidad de producir para comercializar. El asalariado depende del sueldo que le da el patrón que escasamente le alcanza para cubrir sus necesidades básicas. Y el Estado conserva una gran servidumbre que ha gestado a través de subsidios que no se corresponden con una política integral de superación de la pobreza sino que agudiza la dependencia del pobre, lo que direcciona su voto y coacciona su voluntad. Es decir, en Colombia el término “pueblo” se asemeja más a la servidumbre feudal que a una masa organizada dispuesta a reivindicar sus derechos.

6. La guerrilla, que a finales de los 60´s pretendió ser una respuesta armada de izquierda frente a la opresión de la derecha y del nuevo y consolidado establecimiento bipartidista, fue contenida militarmente y nunca tuvo posibilidades de llegar al poder realmente. Se formaron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) de vocación revolucionaria soviética, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) de corte castrista y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de orientación maoísta. La guerrilla contó con algún apoyo popular durante los 60´s y los 70´s, pero el desmonte paulatino de las revoluciones en el continente con base en férreas dictaduras y al final de los 80´s, con el fin de la guerra fría, hizo que perdiera toda legitimidad. El EPL se desmovilizó, el ELN se debilitó y las FARC perdieron su norte ideológico y se dedicaron a la delincuencia organizada a una escala de gran magnitud, centrando su financiación en actividades como el secuestro, la extorsión y el narcotráfico. Es decir, la revolución armada dejó de ser una alternativa y por el contrario el accionar demencial de la guerrilla unió aún más a los colombianos en torno de sus élites dominantes, que con un discurso antisubversivo y contrainsurgente lograron aceitar su desprestigiada maquinaria con un nuevo enemigo común.

La realidad que se ha esbozado hace que Colombia constituya un caso bien particular en el contexto de América Latina. Colombia se precia de ser la democracia más estable de esta parte del continente y si bien tuvo una dictadura militar en cabeza del General Rojas Pinilla, esta no fue producto de un golpe de Estado militar, sino de un acuerdo partidista como forma de hacer una transición hacia la paz. Sin embargo, este sofisma pierde credibilidad cuando se establece que si bien en Colombia las dictaduras no han sido una forma frecuente de Gobierno para preservar la estabilidad, el autoritarismo que se implanta en cada período permite intuir que no es la democracia tampoco la que ha predominado como forma de gobierno en el país. Por eso es importante revelar que Colombia poco tiene para enorgullecerse en materia de democracia. Un país en el que persiste el conflicto armado interno por más de 60 años, con actores claramente diferenciados y en pie de lucha, con un promedio de casi 50 muertes violentas al día, no puede presumir de ser un país estable y mucho menos democrático.

Y este conflicto hunde sus raíces en las profundas diferencias sociales gestadas desde la concepción misma de la República en 1886. El status quo ha favorecido históricamente a una élite rica y poderosa y ha cooptado o aniquilado fácilmente cualquier brote revolucionario. Esta élite ha sabido mantener divida a la base de acuerdo con sus intereses y esta base no ha tenido la capacidad de generar una identidad que le permita mover el yugo que la oprime. Los entes de clase, como los sindicatos obreros o las asociaciones campesinas, son estructuralmente débiles y políticamente irrelevantes. Convocan poco, se movilizan eventualmente y nunca han arrastrado masas. Nunca han sido una amenaza real para el establecimiento y como todos los demás actores populares son fácilmente transables por el Estado.

Si bien Colombia cambió su Constitución Nacional en 1991 y le dio un carácter secular al Estado y amplió las libertades individuales y democráticas, esto no ha sido más que el medio para poder ver con mayor claridad que a pesar de que existen anhelos nacionales por construir una nación más incluyente e igualitaria, el sistema y el establecimiento siguen siendo suficientemente fuertes para hacer prevalecer una estructura excluyente, elitista y desigual. El abismo que hay entre los anhelos planteados en la Constitución del 91 y la realidad es abrumador, y si bien existen herramientas legales para procurar una sociedad más justa, las élites se han encargado de acomodar cada artículo a sus intereses. Y lo que se sale del alcance de la Ley, proclive a favorecer a las élites por demás, se compra con dinero o se impone con las armas.

Este esquema rígido ha convertido a la democracia en un medio de legitimación del establecimiento. Por medio del voto popular se eligen y se reeligen los políticos que se encargan de que la Ley favorezca la reproducción del sistema. Las políticas institucionales se inclinan a implantar un esquema de privilegios absurdos para que nada cambie. Para que se concentre la riqueza, para que el 52% de la propiedad esté acaparada en el 1,5% de la población, para que los bienes del Estado sean feriados entre políticos corruptos que nunca son sorprendidos en sus fechorías y que si lo son cuentan con toda una legislación complaciente y laxa que no genera mayor temor para el infractor.

Por eso considerar olímpicamente que Colombia es una democracia, es desconocer que existen males estructurales que hacen que la democracia no sea más que una herramienta de opresión hábilmente manipulada por las élites e imposible de contrarrestar por un pueblo sumiso y obediente que no tiene capacidad de reacción. Con el agravante de que las llamadas fuerzas revolucionarias han perdido toda legitimidad, hundidas en el fango del delito y que las verdaderas fuerzas revolucionarias con espíritu de libertad son fácilmente criminalizadas por los organismos de seguridad del Estado que ven en cualquier brote de izquierda un guerrillero en potencia.
Por eso en Colombia la conciencia política es limitada. Se consideran logros del Estado las masacres sostenidas en contra de la guerrilla. En ningún país se celebra con tanta euforia la muerte de un ser humano como en Colombia. Sólo he visto algo similar cuando las Fuerzas Militares de los Estados Unidos mataron a Osama Bin Laden. Pero era un enemigo foráneo. En Colombia el júbilo se siente con la muerte de compatriotas. Las promesas de seguridad democrática desatan la solidaridad de todas las capas sociales. Y es evidente que la seguridad democrática está encaminada a favorecer los intereses de los ricos. Gracias a esta bandera demagógica el anterior presidente, Álvaro Uribe Vélez, logró arrastrar la favorabilidad de la mayoría de los colombianos. Militarizó las carreteras, radicalizó la lucha armada, dio de baja a importantes jefes guerrilleros incluso violando la soberanía de países hermanos e hizo replegar así a la guerrilla militarmente. Pero esto no fue más que allanar el camino para que los ricos pudieran volver a sus haciendas a imponer su ley y su mando.

Los subsidios del Estado para el campo fueron descaradamente asignados a las familias más ricas y poderosas de terratenientes, con fuertes nexos con el Gobierno Nacional de Uribe, que además eran sus financiadores políticos. No se puede considerar como una victoria de la democracia una política de seguridad que sólo favorece a los más ricos en detrimento de los más pobres. Eso lo único que genera son nuevos resentimientos y por lo tanto nuevos brotes revolucionarios.
Así pues, lo que pretendo con este trabajo es sustentar y justificar lo que quiero desarrollar para mi tesis de Maestría. Demostrar con datos más duros cómo se ha consolidado esta elitización del poder y cómo la democracia, más que una forma de gobierno, ha sido una herramienta útil para la legitimación del establecimiento y la reproducción de sus dinámicas.

Con este propósito, se pueden identificar los capítulos de acuerdo con los efectos planteados de la elitización del poder:
1. Papel de las elecciones populares como agente legitimador en la elitización del poder.
2. Rol y desempeño de los funcionarios elegidos por voto popular en el mantenimiento del establecimiento.
3. Papel de las fuerzas paramilitares en el mantenimiento del status quo.
4. Diseño y aplicación de la Ley para favorecer las dinámicas de corrupción que dan sustento y base al funcionamiento del establecimiento.
5. Respuesta y actitud de “El Pueblo” frente al establecimiento.
6. Brotes revolucionarios y consecuencias de su acción.

Pretendo convertir estos ítems en objeto de investigación para poder montarles las respectivas variables e indicadores de análisis que me permitan poder hacer un diagnóstico más completo y acertado acerca de la elitización del poder en Colombia durante los últimos 60 años, haciendo especial énfasis en la concentración de la riqueza y la impunidad judicial como pilares fundamentales de este fenómeno.

En conclusión, este trabajo se constituye como la motivación inicial de un proyecto más profundo y ambicioso que encontró su génesis en las clases sobre democracia en América Latina de la Maestría de Ciencia Política y Sociología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en Argentina. Esta inquietud surgió en momentos previos a la exposición de lo que había sido el Frente Nacional en Colombia, cuando de repente un compañero de otro país me decía que nosotros los colombianos nos preciábamos de ser “la democracia más estable de América Latina”. En ese instante descubrí que en realidad somos “la democracia más hipócrita de América Latina”. Y quiero explicar por qué.


BIBLIOGRAFÍA
- PEREA, Carlos Mario. Porque la sangre es espíritu. Editorial Aguilar. Bogotá. 1996.
- BUSHNELL, David. Colombia, una nación a pesar de sí misma. Editorial Planeta. Bogotá. 2007.
- GARCÍA VILLEGAS, Mauricio, REVELO REBOLLEDO, Javier Eduardo. El Estado Alterado. DeJusticia Editores. 2010.
- UPRIMMY, Rodrigo, RODRIGUEZ G., César, GARCÍA, Mauricio. ¿Justicia para todos? Sistema Judicial, derechos sociales y democracia en Colombia. Grupo Editorial Norma. 2006.