¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?

¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?
Colombia herida

domingo, 27 de mayo de 2018

El resentido social


Con corte a 2016, Colombia tenía 13,3 millones de pobres. La línea de pobreza se fijó para el 2017 en 250.620 pesos. Es decir, que para el gobierno colombiano un hogar pobre de cuatro personas sobrevive a duras penas con 8.354 pesos diarios. La línea de pobreza extrema se fijó para el mismo año en 116.330 pesos mensuales. Es decir, que en esa línea un hogar de cuatro personas va muriendo lentamente con 3.878 pesos diarios. La deducción es simple, la línea de la pobreza en Colombia está muy por debajo de lo que un pobre puede soportar. En Colombia hay muchos más pobres, incluso, quienes ganan el salario mínimo que deben sobrevivir con 26.040 pesos diarios que para un hogar de cuatro personas resulta a todas luces insuficiente. En otras palabras, Colombia es un país de muchos, muchísimos pobres y muy pocos ricos.

Una de esas personas pobres que conozco se llama Doris. Ella me ayudaba con el aseo de mi apartamento un día a la semana. Vivía en el sur, muy al sur y yo vivía cerca de la autopista norte con 127. Doris se levantaba todos los días a las cuatro de la madrugada porque debía llegar ese día a mi casa a las 7:30 a.m. y cada día de la semana iba a una casa distinta. Además, debía dejar las cosas listas para que sus hijos fueran al colegio o a sus trabajos. Doris tiene seis hijos. Su esposo no la ayuda para nada. Se fue de la casa hace un tiempo. Era un marido maltratador con ella y con sus hijos. Su hijo mayor tiene 22 años y el menor cinco. Tiene además una niña que ya debe estar por los doce años y otra mujer que llega a los 20. El hombre que abandonó a Doris y a sus hijos dice que no responde por ellos porque no son sus hijos. Después de casi 25 años de convivencia este sujeto le dijo a Doris que esos seis retoños no eran suyos. Ella sabe que tienen su apellido paterno y que lo puede demandar, pero ella está muy ocupada todos los días tratando de sostener a su familia y solo cuenta con el apoyo de su hijo mayor que se dedica a la construcción, que además ya tiene su propia familia. Doris no tiene tiempo para demandas ni para trámites judiciales. Además, no cree en la justicia. Doris no se ha querido separar formalmente de su esposo maltratador porque firmó con él la solicitud de una vivienda de interés social y teme que, si lo deja, él le quite la vivienda que en algún momento les podría dar el gobierno. Además, él la chantajea con eso.

Doris vivía hasta hace unos años en una finca en Caquetá con su familia. Tenían algunas vacas, algunas gallinas y cultivos de pancoger. Era una finca pequeña. En un combate entre la guerrilla y los paramilitares la casita de Doris y su familia quedó en medio de los disparos. Doris se metió con sus hijos más pequeños en una habitación para protegerse de la balacera. A sus hijos los metió debajo de la cama y ella se quedó detrás de una frágil pared de madera. Una bala destrozó su cadera. Aún convaleciente y sin poder moverse, un vecino les dijo que se tenían que ir de allí. Nunca le dijo quién había dado la orden. Solo les dijo que se tenían que ir. Doris tenía algunos familiares en Bogotá y terminó en esa capital hostil engrosando los cordones de miseria de la ciudad con la convicción de que iba a salir adelante.

Como si fuera poco todo el drama de su vida, haber sido expulsada de su tierra y sufrir el abandono de su esposo dejándola sola a cargo de seis hijos, Doris perdió su única ilusión. Hace dos años, a su nieto de dos meses, el primogénito de su hijo mayor, le diagnosticaron mal una meningitis. Les dijeron que el bebé estaba constipado pero que se pondría bien. Cuando regresaron al Hospital, ya no había salvación para la criatura. El muchacho estaba afiliado a la EPS que trabajaba con el régimen subsidiado en Bogotá y la atención que les dieron fue fatal. El bebé murió.

Doris no solamente era pobre porque la plata no le alcanzaba para cubrir los gastos de una familia tan grande. También era desplazada por la violencia, abandonada por su marido y desprotegida por el Estado. Su bienestar y el de su familia dependía de ella íntegramente y la ciudad tampoco le ayudaba mucho. El transporte le era hostil y cada semana me llegaba con una historia diferente sobre las dificultades que tenía desde que salía de su casa hasta que llegaba a la mía, la seguridad era precaria en sus recorridos, pero ella me decía que sabía cuidarse.

Cuando Doris hablaba conmigo, no lo hacía con resentimiento, no transmitía amargura, no se quejaba como si las cosas no tuvieran solución, no se quedaba en un rincón lamentándose, simplemente suspiraba y seguía trabajando. El resentimiento que de alguna manera debería tener Doris, me lo impregnó a mí. Y se me ha ido impregnando a través de miradas, sentimientos e historias de la gente mientras trabajé con comunidades vulnerables en el Chocó y en el Cauca cuando trabajé en Acción Social de la Presidencia y también conocí la violencia que se padece en muchos rincones del país mientras trabajé en el Programa de Protección de la Fiscalía.

Colombia es un país terriblemente desigual, no solo por lo que dicen las cifras que son elocuentes, así las quieran maquillar y así el gobierno invente que solo se es pobre si se tiene que sobrevivir con menos de 8.354 pesos diarios. En Colombia no baja la pobreza, simplemente manipulan la fórmula para hacer creer que hay menos pobres.

La concentración de la riqueza en Colombia es absurda. El 20% de los ingresos totales del país están en el 1% de las manos más ricas y ambiciosas, el índice Gini en el campo no baja del 0.87 y se pierden 50 billones de pesos al año en corrupción. En contraste, la calidad de vida en muchas regiones del país es menos que deplorable. Los niños se mueren de desnutrición en la Guajira y en el Chocó las necesidades básicas insatisfechas de muchas comunidades son inhumanas.

La historia de Doris es una en millones en un país terriblemente marcado por la injusticia y la impunidad, en donde la violencia se convirtió también en una gran empresa ante la falta de oportunidades de la gente.

No sé cómo algunos pueden suponer que una sociedad así no genera resentimiento. No entiendo cómo ven el resentimiento como una actitud hostil, deplorable y polarizadora y no se detienen un poco a analizar las causas objetivas de ese resentimiento que no surge por generación espontánea ni por el capricho de las personas que percibimos esa realidad con asco.

Para muchos, los pobres en Colombia no son la preocupación de un flagelo que deba superarse como sociedad. Los pobres son una molestia para “la gente divinamente” que cree que la mejor manera de acabar con la pobreza es eliminando a los pobres y perciben con sorna que la masacre de 10 mil muchachos pobres en total estado de indefensión son un daño menor comparado con los grandes beneficios que les representa haber podido volver a sus fincas en Anapoima. Además, piensan que muchos de esos 10 mil muchachos eran unos hamponcitos, así no fueran guerrilleros. Buenos muertos, dicen algunos. La falta de empatía de muchas personas que conozco con la pobreza, con el sufrimiento, con la violencia, con los males que tienen que sobrevivir millones de personas en Colombia roza con lo patético y lo humillante. Muchos viven en sus burbujas de bienestar que se ve alterada en algún momento por el raponazo de un celular y quieren que maten 10 mil pobres más, para que esa es la plaga que les está robando sus celulares desaparezca de una vez por todas.

Entonces, cualquier idea, cualquier intento, cualquier iniciativa para intentar superar la pobreza en sus raíces estructurales, culturales e históricas es percibida como “comunismo”, “castrochavismo”, “izquierda mamerta y sucia” y, como no, "resentimiento social" que pretende acabar con la propiedad privada, con la libre empresa, con la riqueza y con el bienestar de toda la sociedad, porque ellos creen que son la sociedad. Los demás sobran. Y entonces buscan elegir a alguien que haga más fuerte su burbuja, que mantenga más alejados a los pobres de sus círculos de privilegios, que garantice su posición y que les dé más prebendas para proteger lo que han heredado, lo que han obtenido desde el pedestal de su posición y lo que han usurpado. Ellos no se han dado cuenta de que hay una revolución en ebullición justo a sus pies por la intransigencia propia de sus privilegios y por la falta de empatía con los más necesitados. A la sociedad hay que descomprimirla y eso solo se logra con justicia social, pero no, ellos creen que todo lo resuelve el libre mercado que además tienen acaparado y la autoridad de un Estado que puede reprimir por la fuerza la protesta social.

Sé que escribí esta columna con el más profundo resentimiento, con la más absoluta subjetividad, con generalizaciones odiosas y que me escurre bilis por los dedos. Pero también estoy seguro de que estoy reflejando el fondo de lo que piensan y sienten esas personas que se hacen llamar “colombianos de bien” que quieren elegir el régimen que le es favorable a sus privilegios, a su estatus y a su abolengo, porque en Colombia hay ricos de todos los estratos. Yo me la juego por Doris y sus dramas, por el derecho que tiene a recuperar su finca y su vida, por la necesidad que tiene su familia para que se le dé un servicio de salud digno y oportuno, por reducir esa brecha absurda entre ricos y pobres y que la burbuja del bienestar alcance para todos. Yo me la juego por esa Colombia así me llamen resentido y polarizador. Pero si ese resentimiento nos lleva a construir una mejor sociedad y la polarización nos permite diferenciar entre lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente, lo bueno y lo malo, pues seguiré polarizando, seguiré resentido.


Afortunadamente es un derecho mínimo que nos deja la democracia: Deliberar y presentar ideas, así esas ideas estén impregnadas de resentimiento. Tengo muchas razones para llevar ese resentimiento amargo en la saliva y aún más razones para combatir desde mis letras las causas estructurales que lo provocan. Por eso y por Doris voté por Petro, muy a su pesar, sorpresa y críticas. Lamento defraudarlos, amiguis.